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Género y Perfeccionismo

Por Dr. Ricardo Peter

Aunque la psicología social encuentra entre hombres y mujeres una igualdad básica y, por su parte, la psicología clínica sostiene que la conducta de hombres y mujeres es substancialmente semejante, ambas ciencias coinciden en evidenciar que hombres y mujeres se comportan de manera diferente. Esto equivale a decir que la igualdad fundamental entre hombres y mujeres se manifiesta culturalmente con expresiones tan variadas que, como señala John Gray, los hombres son de Marte y las mujeres son de Venus.

Esta “seductora diversidad”, por usar una expresión de Simone de Beauvoir, tiene que ver con los llamados estereotipos culturales de género, temática tan ampliamente impulsada y estudiada en la década de los 70 por el arrollador espíritu feminista de la época.

Las diferencias de género son considerables. Hombres y mujeres se califican y descalifican en base a los rasgos que consideran un defecto en el otro y una cualidad en uno mismo. Pudiéramos, como muestra un botón, hacer mención de algunas de las disparidades de género desde el punto de vista de las ciencias de la salud y apreciar como ciertas características afectan ligeramente más a un género que otro.

De entrada, ya desde la piel misma, sabemos que la epidermis femenina es diez veces más sensible que la del hombre. Sin embargo, las diferencias de género que queremos evidenciar son más profundas y alcanzan la dimensión psicológica de hombres y mujeres.

Por ejemplo, según el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales, el llamado DSM-IV (1994), de la Asociación Psiquiátrica Americana, las mujeres son dos veces más perjudicadas por los trastornos de ansiedad y depresión que los hombres. Dos trastornos de la conducta alimentaria dañan más al género femenino que al masculino. La anorexia nerviosa o “miedo intenso a ganar peso” aflige a las mujeres en el 90% de los casos, y la bulimia nerviosa que consiste en atragantarse y en desatragantarse de manera inapropiada para evitar subir de peso, afecta en igual 90% a las mujeres. Pareciera, además, que las mujeres de edad se quejan más de insomnio que los hombres. La cleptomanía es mucho más frecuente en las mujeres, mientras la conducta violenta o los trastornos explosivos se da más en varones que en mujeres y también la piromanía o provocación deliberada de incendios. Se encuentran más adictos al juego patológico entre los hombres que entre las mujeres. En cambio, la tricotilomanía o arrancamiento de pelo parece más frecuente en las mujeres.

Pero para no ocuparnos exclusivamente de rasgos patológicos de género podemos señalar entre los trazos positivos de género femenino que las mujeres se excitan con más facilidad inmediatamente después de un orgasmo y que poseen, según la psicóloga alemana Eleonore Höfner, “el privilegio de poder cambiar de opinión cuantas veces quieran”. Y según los cuantiosos datos recogidos por David G. Myers, psicólogo social, las mujeres otorgan mayor importancia a las relaciones interpersonales y a la comunicación que los hombres. Las mujeres parecen definir su identidad a través de sus relaciones sociales. Mientras los hombres viven más en función de tareas, las mujeres viven más en función de sus relaciones: son más autorevelativas, comparten más e incluyen más la discusión íntima. Se sienten a gusto con la interdependencia y contribuyen con más conductas sociales y emocionales positivas.

De hecho, las mujeres sufren menos trastornos del lenguaje que los hombres. A este respecto, pareciera que, en promedio, los hombres digan alrededor de 12,500 palabras al día en contraste con las 25,000 palabras de las mujeres. Por este motivo, en los consultorios clínicos raramente se conocen mujeres herméticas, característica más frecuente en el género masculino.

Además, la psicología social subraya que aun cuando la sensibilidad, la amabilidad y el afecto no son rasgos meramente femeninos sino comunes a todos los seres humanos, tradicionalmente se consideran típicamente femeninos. Se estima a las mujeres como más poseedoras de empatia, con mayor probabilidad de sonreír y más hábiles para descifrar los mensajes emocionales no-verbales (que constituyen el 93 % de lo que se comunica) y para expresar sus propias emociones.

Las amistades entre mujeres son más íntimas, agradables y educativas. Su estilo conductual es más suave y adaptativo. Toleran más las interrupciones en la conversación y manifiestan una comunicación más cortes, menos engreída. No sorprende entonces que en las profesiones asistenciales, donde se requiere de mayor apertura, flexibilidad y orientación a las personas, las mujeres sobrepasan en número a los hombres. Estadísticamente hay más psicólogas, enfermeras, asistentes sociales y enseñantes mujeres que hombres.

En la “escala de la intimidad”, aunque los hombres, como sostienen Dion y Dion, tienden a enamorarse con mayor rapidez y a desenamorarse en forma más lenta, Cowan y Kinder, advierten que ambos sexos tienen “maneras muy distintas de enfocar la intimidad emocional”: las mujeres se ven más motivadas por su necesidad de apego (en términos de búsqueda de seguridad, calor, fuerza), mientras los hombres se siente más cómodo con su necesidad de individualidad o autonomía, aunque en los consultorios se revelen más dependientes de lo que se piensa. En esta misma dimensión, “las mujeres expresan, los hombres reprimen”, afirma Kate Millet.

Cuando hablamos de diferencias de género no hablamos de desviaciones ni de índices de anormalidad. Sabemos que en el pasado al hablar de “diferencias” se incurría en el vicio de considerar las diferencias como deficiencias y este discurso terminaba afectando a las mujeres: algo fuera de la norma resultaba anormal en el sentido de patológico. A nivel de género, hay que repetir, no hay normalidad ni anormalidad, sino sólo rasgos (que pueden ser negativos o positivos) estadísticamente más abundantes en un género que en otro. En consecuencia, las diferencias de género que aquí hemos referido no pueden considerarse como deficiencias específicas de uno u otro género. No se trata entonces de centrar la atención en las diferencias para fomentar la critica y la lucha por el dominio entre los géneros, sino para explorar, conocer, comprender, valorar y tolerar la amplia gama de diversidades. Las diferencias pueden acercar o separar. Todo depende de que perspectiva es prioritaria en las relaciones con el otro género: la manipulación o la aceptación.

Por lo que respecta a nuestro tema específico, género y perfeccionismo, el DSM-IV diagnostica el perfeccionismo en términos de Trastorno obsesivo-compulsivo de la personalidad, que se caracteriza por una fuerte preocupación por el orden, el perfeccionismo y el control mental e interpersonal. Para el DSM-IV se trata de un malestar dos veces más frecuente en los hombres que en las mujeres. Aunque este dato nos parezca cuestionable por razones que más adelante señalaremos, es posible que la mayor incidencia de este trastorno en el género masculino sea debido, en parte, a que el hombre está más orientado por lo racional que por lo emocional, o sea, por valores típicamente racionales como el orden y el control.

Pero colocados ya en el terreno del perfeccionismo nuestra reflexión se centra de manera exclusiva en el género femenino. Nos formulamos la siguiente pregunta: ¿cómo se manifiesta el perfeccionismo en el género femenino? Desde el punto de vista que manejamos que es el de la Terapia de la Imperfección: ¿de qué manera afecta el perfeccionismo a la mujer?

Si como refiere Simone de Beuavoir en El segundo sexo “en las iglesias hay más mujeres de rodillas que hombres”, esto pudiera indicar que culturalmente la mujer es enseñada a la culpa más que el hombre. ¿Qué consideraciones clínicas puede aportar, a este propósito, la Terapia de la Imperfección cuya tarea es “reparar los entuertos ocasionados en el sistema mental por el ideal de la perfección”?

En realidad, no hay estadísticas seguras y convincentes acerca de qué género se vea más afectado por el perfeccionismo. Aparte de que la incidencia de este malestar varía de sociedad a sociedad, el mismo trastorno, según la perspectiva de la Terapia de la Imperfección, forma parte del conjunto de factores que inciden en otras disfunciones, tales como la anorexia nerviosa, la bulimia, y la depresión, por lo menos.

La cultura perfeccionista pareciera afectar a la mujer debido a su mayor apertura y sensibilidad social y, por consiguiente, a la mayor susceptibilidad a la aceptación o, en términos de la psicología social, a la influencia normativa. Dicho esto, recuperemos ahora nuestra pregunta anterior: ¿cómo se expresa el perfeccionismo en el género femenino?

Digamos que la nota más sobresaliente es la autoculpa. Desde este punto de vista, la cultura es más dura con las mujeres que con los hombres. Si algo existencialmente significativo sale mal, como un divorcio o abandono de parte de la pareja o el fracaso profesional de los hijos, por ejemplo, la mujer se echa la culpa a sí misma.

Pareciera que la mujer se incline más a preguntarse: “¿Qué hice mal?”. Se trata de una interrogación planteada frecuentemente por las mujeres en los consultorios y en los programas de radio de ayuda o asesoría psicológica. Desde este aspecto, la mujer pareciera más inclemente consigo misma que el hombre. Alimenta un periódico sentimiento de agravio contra sí misma que se manifiesta en frases del tipo: “no me aguanto”, “me canso de mi misma”, “no quiero estar conmigo”, “me siento un cero a la izquierda”, etc. Este tipo de declaraciones son más raras en boca del género masculino.

En otro terreno, como la sexualidad, la mujer parece nacida para conspirar contra ella misma. Así, mientras el hombre asume su sexualidad con mayor alegría y espíritu de aventura, pareciera que la mujer viva su sexualidad bajo el signo del temor o de la culpa, cuando es joven o de la decadencia, cuando entra en la fase de la menopausia, con el ansia, por añadidura, de perder o de, al menos, ser la causa de la infidelidad de su pareja.

Aunque en la actualidad, debido a condiciones más igualitarias en el rol de padres se perciben cambios, el papel de la madre se revela más cargado de preocupaciones que el papel de padre. La madre llega al punto de sentirse responsable del éxito profesional o de la felicidad de sus hijos, cosa menos frecuente en el padre.

El hecho de que, según la psicología social, las mujeres busquen más ayuda psicológica o psiquiátrica que los hombres no es un dato determinante, aunque estadísticamente sea significativo. El género femenino está más determinada que el género masculino por la interdependencia, la comunicación y la orientación personal y auto-revelativa. Esto pudiera también explicar porque las mujeres constituyan la mayor parte de la clientela de los consultorios clínicos.

Otra área donde el género femenino parece ganar al género masculino en autocrítica es en relación con su esquema corporal. No se siente contenta consigo mismo. Digamos que en relación con su cuerpo la mujer no descansa nunca en paz. Pareciera, a este propósito, que la mujer alimenta más sentimientos de baja auto-estima, inseguridad o duda de sí misma con relación a su cuerpo. Forzada por una cultura perfeccionista que se centra en el aspecto corporal, la mujer cuestiona su cuerpo, su rostro, su perfil, su nariz, su voz (aguda, infantil, pueril), sus ojos (redondos, chiquitos), sus senos (caídos, pequeños o enormes) sus caderas (demasiado anchas o demasiado estrechas), sus nalgas ( flácidas, planas o de patito) sus piernas (velludas, gordas, flacas, rodilludas), el color de su piel (apiñonada, oscura o descolorida).

Tales problemas se desarrollan sobre una cultura de base narcisista, donde los índices de contemplación en el espejo y superficies reflejantes han aumentado vertiginosamente. En realidad el miedo intenso a engordar oculta una demanda perfeccionista. En este caso se trata de una demanda que descalifica nuestro cuerpo tal cual es. Sólo que descalificar nuestra figura corporal nos pone a nosotros mismos contra la pared. En el temor actual a las tripas radica la dificultad de muchas personas, mujeres en más de un 90%, para ser normales. Una mujer delgada, y mejor aun, una mujer esqueleto como la inglesa Twiggy que en sus tiempos de gloria medía 1.70 y pesaba 44 kilos (contra los 60 kilos y 1.67 cms. de altura de Marilyn Monroe), puede conseguirlo todo, mientras, según la moda, las mujeres suculentas, refaccionadas de carnes, están abocadas al fracaso.

No es casual entonces que los trastornos de la alimentación, mayoritariamente de género femenino, estén a la orden del día en las clínicas psiquiátricas. La figura se ha vuelto una obsesión. Aunque la anorexia nerviosa y la bulimia nerviosa han existido siempre, sólo en nuestros días, a partir de los años 70, se han convertido en el binomio de una peste internacional. Muchas adolescentes quisieran verse adheridas a un saco de huesos y no a un cuerpo corriente y normal, es decir, defectuoso.

Un buen ejemplo de los desastres de los trastornos de la alimentación es la historia de la norteamericana Marya Hornbacher, autora del libro Días perdidos que quiso contar los años que vivió oscilando entre la bulimia y la anorexia y que nacida en 1974, a sus 27 años de edad ha logrado finalmente alcanzar los 47 kilos, pero para cuando se mataba de hambre su peso llegó a bajar de 61 kilos (“parezco un elefante”, chilló entonces) a 23 kilos y medio, igual que un niño de seis años. En sus apuntes confiesa: “Caí en la bulimia a los nueve años y en la anorexia a los quince…”

No cabe duda que la mejor explicación psiquiátrica de estos dos fenómenos culturales, la anorexia y la bulimia, la ofrece el Manual de la Sociedad Americana de Psiquiatría. Sin embargo, con todo que el DSM-IV fue elaborado por 1000 expertos, el testimonio de Marya Hornbacher resulta más instructivo que el Manual. De aquí que quien se sienta atraído por este juego de manías raras y comience a obsesionarse por el peso, a tantear con dietas, quema grasa y laxantes, en vez de consultar el voluminoso DSM-IV, le convendría atascarse por un rato con la lectura de Días perdidos.

¿Qué motivó y que sustentó la adicción famélica de Marya Hornbacher? Pero, aun más: ¿qué esconde ese tipo de conducta donde la lucha rigurosa no es tanto contra la comida, como pareciera a simple vista, sino contra si misma bajo el pretexto del alimento? En fin, ¿quién o qué pedía a Marya Hornbacher que detestara su propio cuerpo? ¿Qué tipo de “ideal” puede jalar hasta el abismo a una niña de sólo nueve años de edad? Dejemos que nos lo diga Marya misma:

“Con frecuencia, las personas con trastornos de la alimentación están más preocupadas por la percepción de los demás que por sus propios sentimientos… En nuestra cultura, la delgadez se asocia a la riqueza, al ascenso social, al éxito. Tal vez no sea necesario señalar que estas circunstancias se asocian al autocontrol y la disciplina… Las personas aquejadas de trastornos de la alimentación suelen ser competitivas e inteligentes. Somos increíblemente perfeccionistas. Me odiaba a mí misma y no creía tener derecho a vivir. De hecho, todo en mí era mentira. No quería ser yo…Nunca me había sentido bien conmigo misma… Creía a pie juntillas que el éxito era la llave de la salvación; el éxito me absolvería de los pecados de la carne y el alma, me alejaría de la vida que odiaba. ‘Éxito’ significaba una carrera perfecta, relaciones perfectas, control perfecto sobre mi vida y sobre mí misma, todo lo cual dependía de un yo perfecto, el cual a su vez dependía de un cuerpo perfecto…El hecho de no examinar la relación entre el éxito y la autoaniquilación estuvo a punto de matarme”

En realidad, el testimonio de Marya Hornbacher revela no sólo las razones neuróticas de su relación con el alimento, son la dinámica misma que se esconde detrás de cualquier tipo de trastorno de la alimentación, o sea, revela la tendencia despótica a la perfección, donde la comida, como en su caso, es un obstáculo para ser perfecta y perder kilos es la mejor manera de conseguir la perfección.

En definitiva, a través de las dietas, del ejercicio físico excesivo o del vómito frecuente (hasta diez veces al día), Marya Hornbacher pretendía que todo estuviera en orden y controlado: “Cuando una mujer está delgada, confiesa, demuestra su valía. Creemos que ha hecho aquello que ninguna mujer puede hacer: controlarse…”

Prácticamente, el control hacer surgir el efecto de que todo es o todo marcha como debería ser. La búsqueda del cuerpo perfecto simboliza la búsqueda de control y, por consiguiente, la búsqueda de la perfección.

Al final de su libro, Marya Hornbacher consigna la verdadera razón de su problema con los alimentos: el miedo. ¿Qué tipo de miedo? Marya responde. “Era anoréxica porque me daba miedo ser humana”.

El miedo a ser humana es miedo a ser defectuosa e imperfecta. Y este miedo descansa sobre una poderosa y despiadada visión perfeccionista de la vida que, en el fondo, choca contra la misma realidad de la vida, defectuosa e imperfecta. Queriendo ahuyentar el caos de la vida, quien busca la perfección crea un auténtico caos en su vida.

En fin, sobre estas discrepancias de género relacionadas con el esquema corporal, suelo decir en tono de broma que en un bar o en una cafetería, mientras un hombre chaparro, gordo, calvo y bigotudo se fijará en la mujer más bella del local, ésta puede verse envueltas en dudas sobre el estado de su rimel, de su maquillaje, de su peinado o sobre si sus medias están en su lugar.

La autoimagen corporal se ve afectada con el pasar del tiempo. En este caso, las mujeres, debido a los imperativos perfeccionistas, conocen un envejecimiento más crítico que los hombres. Pareciera, entonces, que con el pasar del tiempo, el género femenino encuentra más dificultades en conseguir un nuevo equilibrio en la relación autoimagen-cuerpo. De hecho, las clínicas de cirugía plástica, actividad financiera en creciente aumento, se ven literalmente asaltadas por mujeres quienes, a veces, por razones estéticas exponen y comprometen la propia salud.

Lo que aquí nos interesa resaltar es el tipo de interpretación perfeccionista que hace la mujer de sí misma en los consultorios, en los centros de ayuda o programas de asesoría psicológica.

Para la Terapia de la Imperfección, el trastorno del perfeccionismo se caracteriza por una sensación de inadecuación que genera una dinámica de auto-rechazo. El auto-rechazo es indicador del trastorno del perfeccionismo. Aunque todos sin excepción estamos expuestos al malestar del perfeccionismo hemos querido señalar de qué manera dicha disfunción parece expresarse en versión femenina. El hecho de sentirnos bien con nosotros mismos, perdonarnos y aceptarnos es la única regla para mitigar una tendencia que, en cualquiera de sus expresiones de género, se revela destructiva.

Dr. Ricardo Peter

Asociación Internacional de la Terapia de la Imperfección

http://www.terapiadelaimperfeccion.com/

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2 comentarios

  1. Las imperfecciones fueron las razones de mil desasones de mil discusiones de mil reprenciones y en eso se pasó el amor.

  2. He conocido mucha gente que sufre y hace sufrir a los demás por su perfeccionismo. Me pareció un artículo super interesante!

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