Por José N. Menna
Resumen:
Cada vez son más los varones que acuden a consulta tras comprobar que la actitud y conductas del ideal patriarcal, son hoy poco aplicables y le traen más problemas que soluciones. Específicamente en lo afectivo y en la forma de vincularse con las mujeres, un viejo modelo de masculinidad inaplicable y uno nuevo, difuso y lleno de vacíos, lo empujan al conflicto y a la frustración, la cual, alcanza su punto cúlmine con el fracaso amoroso.
La logoterapia, como clínica de la masculinidad puede aportar una visión superadora, contemplando la problemática trascendiendo el reduccionismo psicofáctico, y con ello rescatar el concepto de varonía, la masculinidad orientada a los valores de peso, que impone en la práctica la necesidad de una disposición diferente en la vida, donde se readecua sin feminizarse y concreta una andro-logo-actitud.
¿QUÉ PUEDE HACER LA LOGOTERAPIA POR EL VARÓN ENAMORADO?
El varón que llora. En silencio y hacia adentro. Sin más confidente – a veces – que el cristal del fondo de una copa o, en el mejor de los casos, el hombro de un amigo.
La experiencia en la vida nos señala que el varón se enamora. La experiencia en la clínica logoterapéutica de la masculinidad nos lo confirma.
De pocos fracasos al hombre le cuesta tanto reponerse. Pocos reveses lo castigan tan duro. Contadas pérdidas lo confrontan tan duramente contra el límite. Escasas vivencias lesionan de manera tan inapelable la pretendida omnipotencia del ideal patriarcal de la masculinidad, como el despecho.
Ser abandonado por la mujer amada, fracasar en el rol de protector – proveedor – fecundador; perder a una mujer lo hace vivenciarse a sí mismo como un fracasado. Esa sensación es tan inapelable que, en su desmoronamiento, el ideal de masculinidad arrastra al Yo y por poco derrumba a la espiritualidad, haciendo que la existencia empiece a ser medida en términos de cuán profundo es el vacío en el que se ha caído.
Y así, llegan a consulta. Sin saber quienes son realmente, en qué fracasaron, porqué los cambiaron por Otro, o por un proyecto personal o – simplemente – un sentimiento que dejó de estar. Llegan abatidos, a veces con una separación o divorcio traumático sobre los hombros, que muchas veces les condiciona la posibilidad de desplegar una dimensión importantísima de la masculinidad en toda su plenitud: La paternidad misma.
Así llegan los varones, con su omnipotencia herida de muerte, dolidos porque la idea épica del amor a través de la cual todo se soluciona “poniendo garra” y “peleándola” ya ha puesto al desnudo que esa solución aplica en la literatura y el cine pero que la vida real va por otro camino.
Llegan a consulta totalmente perplejos y sintiendo que el fracaso los ha dejado sin identidad y sin hombría. En muchos casos, más que el amor mismo, más que la amada misma, lo que francamente duele es haber visto frustrada la concreción de alguno de los mitos de la masculinidad amorosa: curar a la enferma, salvar a la desvalida, redimir a la prostituta, hacer dichosa a la infeliz, conquistar a la imposible…Mitos, explicaciones culturales y simbólicas de dudosa realización práctica que el varón pretende colgarse del pecho como medallas al mérito y que, al no corresponderse con la realidad, lo arrojan a la más profunda y elevada de las angustias.
Todo parte de un ideal de lo masculino que se asienta en una lectura reducida a dos planos: el biológico y el psíquico. Una masculinidad asentada sobre dos únicas patas, un ideario que se apoya en cimientos tan escasos y tan poco firmes que a la primer confrontación seria con el límite se viene abajo como un castillo de naipes.
Un conjunto de preceptos que – en definitiva – antropológicamente ha sido superado por el devenir de la humanidad y las circunstancias socio históricas.
En parte, la historia y ese devenir de la humanidad no hizo más que de a poco ir poniendo las cosas en su lugar: tras la Revolución Industrial surgió un modelo de masculinidad rígida: el guerrero y el agricultor de la antigüedad debían ahora ir a dejar su esfuerzo en la fábrica para traer el sustento al hogar. Se delimitaron dos espacios bien distintos: el “Afuera”, reino de lo masculino, y el “Adentro”, el de lo femenino, encarnado en la mujer ocupada de la crianza de los hijos.
No voy aquí a dedicarme a analizar al Feminismo ni a la Teoría de Géneros. Por el contrario, creo que la mujer ha sido tan víctima de este proceso como el hombre. “Tan”, eso equivale a “por igual”.
Ese vivir en el “Afuera” trajo aparejado el tener que resignar el vivir en el “Adentro”. El hombre se vio forzado por el ideario a distanciarse de su propia emotividad. Debió resignar espacios de la sensibilidad porque éstos estaban reservados para el adentro, para lo femenino. Y el ideal patriarcal se asentó, entre otros postulados, en distanciarse de lo femenino: la mujer pasó a ser así un objeto de conquista o el sujeto de un mito a encarnar para colgar la medalla en el pecho.
El ideal patriarcal deshumanizó al hombre, al restringirle su dimensión espiritual y desafectivizarlo. Los griegos decían que no era recomendable ir a la guerra teniendo como camarada de armas a alguien que no sabe bailar. Aquel que no sabe bailar no tiene sensibilidad, y mañana nos dejará heridos en el campo de batalla.
Occidente, tras la Revolución Industrial, decidió que había valores masculinos y valores propios de la femineidad, con lo cual ancló lo axiológico a lo psicofáctico y perjudicó a ambos géneros. Los valores SON, pre existen a cada uno de nosotros. Ni la piedad es un atributo reservado sólo para la mujer ni la valentía es privativo del hombre. En todo caso, y esto también habría que discutirlo y elaborarlo mucho, habrá una forma diferente de adherir a estos valores en cada género. Cuando a mujeres y varones les imponemos culturalmente un cambio que no integra su identidad sino que le propone excluir aspectos de su esencia, los empujamos al vacío.
Tras la década del sesenta nos avergonzamos de “el hombre de Vietnam” y entonces decidimos condenar al “hombre primitivo”[1] porque era peludo y malo, y a la mujer primitiva porque era pasiva y sensible. Es difícil determinar si lo que vino fue mejor, lo que sí tenemos son jóvenes en conflicto con su identidad.
En el hogar post moderno el varoncito no ve tan seguido a su padre. Abuelos y tíos dejan de estar a mano y empieza a tener una visión de la masculinidad desde la mirada femenina. Mamá quiere que él no sea un bruto troglodita machista y patriarcal como su propio padre y esposo y quiere que desarrolle su “lado femenino”. El niño crece y deviene un hombre emocionalmente más comprometido, más sensible y ecológicamente superior a su padre, es más “evolucionado” en términos de posmodernidad pero menos libre y menos feliz, y no tiene muy claro qué implica ser hombre.
Por eso, cuando se enamora, se rinde, se entrega, baja totalmente la guardia. El varón está empapado desde su nacimiento de presencia y forma de vivir la emocionalidad desde la mirada femenina, la que, como también he descrito anteriormente, también está condicionada por el monstruo que condena pero que es el mismo que supo construir: la mujer de los ´70 condenaba al misógino que había criado la mujer pasiva de los ´40, y la mujer del 2000 critica al hombre inmaduro y poco comprometido que crió la mujer liberada de los ´60.
Así el varoncito se va perdiendo en la mirada femenina “hecha adentro” de lo que es la masculinidad y estará cada vez más pendiente de La Mujer con mayúsculas, de la que cada vez será más difícil despegarlo.
Cuando hoy una madre de 45 años acompaña a la consulta inicial a su hijo de 20 y me pregunta qué vamos a hacer con la inmadurez afectiva de ese muchacho, le contesto: “lo primero que vamos a hacer, señora, es que usted es la última vez que pisa este consultorio”, y verán ustedes que ella misma será luego la principal resistencia en el proceso terapéutico del “nene”.
El muchacho al crecer, aprenderá a amar de la manera equivocada. En vez de procurar la trascendencia en un “nosotros”, buscará la huida de esa figura femenina arquetípica y omnisciente. Así, complacerá a la mujer, o la maltratará, o procurará negarla, o la llenará de promesas, o la tratará de sostener para consolidar un mito y así demostrar y demostrarse que es libre, que es omnipotente, que es hombre. Todo esto, sin dejar de mirar de reojo al modelo patriarcal, teniéndolo como referente por la negativa o la positiva, haciendo que pese en la relación, de algún modo, esto de que ellos son los que están en “el afuera” y ellas las que administran la emoción.
El caso que esto genera una desorientación mayúscula porque el amor existe y los hombres se enamoran y no se puede estar enamorado de lo que se desprecia, por esto de que lo masculino es contrario y opuesto a femenino; como tampoco se puede estar enamorado de lo que se teme, o de lo que no se comprende.
Con esto, las mujeres se van sintiendo mas frustradas ante estos hombres que no saben amar, y demandan los opuestos a la vez: que sea tierno, pero firme; bello, pero rudo; resuelto, pero no intrépido; cerebral, pero no frío; dinámico, pero no impulsivo; que la consulte, pero que tome decisiones solo; que sea y no sea, todo en uno y a la vez…y contra lo que en términos de lógica psicodinámica se entendería, en lugar de a tanta histeria corresponderle neurosis obsesiva; en este caso, a esta forma histérica de demanda femenina, se le complementa la histeria masculina, y como histeria viene de útero y los hombres no lo tenemos, hablamos hoy de “trastorno de conversión”.
Por eso el fracaso los desmorona, pero a la vez y de manera histeriforme, les confirma su profecía sobre las mujeres, aquella que se creó como forma de procurar distanciarse de “la Mujer”: las mujeres son traicioneras, son de temer, no saben lo que quieren, etc.
Ante este escenario que se me ha venido repitiendo en estos años de clínica y de ser “el muchacho que atiende a los muchachos”, se me han ocurrido en más de una oportunidad estos interrogantes:
¿Qué puede hacer la logoterapia por el varón enamorado?
¿Qué puede hacer por ese caballero doliente?
¿Qué propuesta o estrategia tiene el Análisis Existencial ante el sufrimiento del joven despechado?
¿Qué alternativa nos queda ante el abandonado, el traicionado, el decepcionado?
Lo primera respuesta que se puede decir es que no se puede hacer mucho. La segunda es que se puede hacer tanto…!
El dolor está ahí, a flor de piel, arrojando al varón frente a su propia existencia desnuda, vulnerable y limitada.
Ese dolor no debe ser tapado, ni negado, ni reconvertido en nada, ni disimulado.
Los griegos tenían un vocablo muy interesante: katabasis. Katabasis es caída. Es la caída al barro de la ciénaga más profunda. Es tocar fondo. Es el fondo de los fondos donde todo ha sido cuestionado y no ha quedado ninguna certeza omnipotente sobre la masculinidad. Pero de ese fondo frío, húmedo y oscuro; es desde donde se puede tomar envión para volver a empezar o, como sería más apropiado decir, seguir siendo.
Desde la katabasis se emerge herido pero humilde. Sin odio, con vergüenza; con los ojos irritados de haber llorado, pero con más claridad mental.
Del fondo del pozo de la masculinidad cuestionada puede emerger la varonía, como verdadero sustrato antropológico de una verdadera andro-logo-actitud, una masculinidad orientada al sentido.
El dolor – entonces – puede ser resignificado y rescatar a partir de allí los valores de actitud: dado el despecho, hecho realidad el abandono o el fracaso, hay una forma de pararse ante él, dispar y diferente en cada hombre.
Esto de rescatar los valores de actitud no implica en modo alguno tapar el sufrimiento sino poner el sufrimiento a trabajar. Ocultar el sufrimiento sería altamente iatropatogénico: sería introducir en el encuadre terapéutico uno de los lemas del ideario patriarcalista: “los hombres no lloran”, una mentira absoluta con la que a los hombres nos han venido envenenando hace más de doscientos años.
A partir del dolor y de lo irremediable es muy posible luego un análisis de lo sucedido. El objetivo de este recorrido no es expiar culpas ni deslindar responsabilidades, sino confrontar plenamente al varón doliente frente al límite de la imperfección. Es pararlo una vez más, ahora con la calma de lo irreparable, frente al error, frente al fracaso, a la propia torpeza, frente a la propia finitud….en síntesis, frente a su propia humanidad.
No nos inspiran en este paso ánimos de salir a reparar culpas. No es esa la meta en esta etapa, ni lo será nunca por sí un fin en sí misma: que otros se ocupen de la culpa y hagan de ella una materia. A los logoterapeutas Elisabeth Lukas nos enseñó que la Culpa integra la tríada trágica y que si no sirve como motor, no sirve de mucho.
En ese caso lo que mejor podemos hacer es trabajar con la responsabilidad, pero primero ocuparnos del error.
Este ocuparnos del error no es conmiseración ni lástima de sí mismo. Ocuparnos del error es aceptar el error como dato, como referencia de la realidad, como signo de nuestra finitud. Ricardo Peter llama a esto “Conciencia de Límite”.
Previo al hallazgo de sentido, Peter señala la conveniencia de la aceptación de sí como humano y limitado: “la dificultad de aceptarse es anterior a la dificultad para dar un sentido a la vida. O como hemos dicho en otra ocasión: dejando de afirmar “el sentido del ser”, la propia condición limitada, el individuo deja de afirmar el “sentido de la vida” [2]
Una comprensión adecuada del hombre es sí y sólo sí incluyendo al límite: volverse humano implica necesariamente ello. La verdadera humanización, entonces, radica en la aceptación de nosotros mismos como limitados y, por ende, la auto aceptación. “la conciencia del límite es la primera función humana del hombre. Pero esta conciencia no es todo. El primer gesto de humanidad consigo mismo se lleva a cabo en la aceptación de la propia realidad” [3] A esta toma de conciencia debe sucederle una reorientación hacia la verdad del sí mismo que reorientará el plan de vida.
Creo que aquí es donde se da el verdadero salto cualitativo en el proceso terapéutico y constituye el enorme aporte que podemos hacer desde la logoterapia: posicionamos al hombre frente a la realidad y el ideal patriarcal se desvanece desde los cimientos.
A simple vista, esto podría sonar como exacerbar el dolor, llevarlo al grado sumo, poner la bota encima del caído, empujarlo más hacia el fondo. No es así, lejos de provocar dolor, el efecto es reparador.
Los puntos de coincidencia de este recurso técnico con la intención paradójica son enormes y los efectos son los mismos:
¿De qué hablamos? De que a partir de su caso particular el varón puede apreciar no sólo que es una realidad que él ha fracasado en su intento de responder al Mito, a los mandatos del ideario de hombre patriarcal, sino que además, como él ha fallado, otros lo harán y lo han hecho, en especial su propio padre al que ahora podrá perdonar por eso, con lo cual el Mito es un irrealizable en muchos aspectos y esto lo libera de tener que cumplir con él.
Una demanda emergente de un mandato se sostiene como exigencia sólo en la medida en que el ideal del mandato se considera posible de realizar.
Haciéndose responsable de sus errores el varón se hace cargo de sí y de su propia masculinidad real.
Y como con un ideal absoluto se caen los demás y se abre paso a la existencia real, empieza a prepararse el terreno para cambiar a La Mujer por las mujeres de carne y hueso y a verlas no como exponentes arquetípicos del “sexo opuesto” como clase sino como unidades bio-psico-socio-espirituales.
Un autor argentino, Sergio Sinay[4], señala que a menudo la causante de nuestros problemas no es la mujer que duerme a nuestro lado sino la que habita en nuestra mente.
Desde la profundidad de la katabasis, pasando por la conciencia de finitud que surge del análisis del error y la aceptación como errados y errantes es posible ir subsanando el déficit de educación emocional que tenemos los varones, producto de haber sido educados para no tener permitida otra emoción más que la ira, limitados en el despliegue del capital afectivo y emocional.
Los padres, ausentes no sólo en términos de geografía y agenda, sino en cuanto a presencia eficaz y compromiso afectivo con esa presencia, no han sabido siempre comunicarse con sus hijos, mostrarles su mundo interior de varones dolientes e imperfectos y – a pesar de eso y gracias a eso – protectores como pueden, fecundantes cuando pueden y proveedores en la medida de lo posible; y al verse limitados en su posibilidad de transmitir lo que les pasa porque tampoco se han permitido sentirlo plenamente, han dejado que las madres de sus hijos varones salgan a compensar esta carencia de información.
Empujadas a hacerlo, ellas lo han hecho con mas buena intención que criterio y a menudo compensan la desorientación propia con sobreprotección.
La logoterapia recibe así al varón doliente no para consolarlo como una madre omnipotente, sino que lo hará reflexionar en el fondo del pozo para que allí pueda rescatar valores y se abra el camino del autoconocimiento.
Por el varón enamorado, la logoterapia puede aportar muy poco, y a la vez muchísimo: puede abrir el camino para vínculos trascendentes, inspirados en sentimientos vivenciados de manera adulta, libre y responsable.
Esta semana, en la vía pública, me entregaron un volante de una tarotista que garantizaba “Unión de parejas, amarres en una hora”. Será tarea de la logoterapia hacer eficaces des-amarres en muchas horas de terapia, de manera que el próximo vínculo no sea una atadura que restringe la libertad de libertades, la libertad espiritual.
Para que el varón pueda construir esos vínculos amorosos adultos, sólidos y plenos, abiertos a la trascendencia, debe poder encontrar las raíces de su propia varonía adulta, de raíces emocionales profundas y de ramas de la espiritualidad bien elevadas. Si no es así, el niño torpe que habita en el fondo de todo macho omnipotente, el niño perverso que se esconde en todo galán inmaduro y el niño temeroso que habita en un recoveco del hombre enigmático e impenetrable, vendrán una y otra vez a consulta llorando porque el viento ha volteado una vez más su castillo de naipes.
Lic. José Nicolás MENNA
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[1] Robert Bly alude a este tema y lo denomina así en su libro “Iron John”
[2] PETER, Ricardo, “Una Terapia para la persona humana”, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, [2001 (1994)] Pág. 13
[3] PETER, Ricardo, “Una Terapia para la persona humana”, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, [2001 (1994)] Pág. 103 y 104
[4] SINAY, Sergio, “La masculinidad Tóxica” , Editorial B, Buenos Aires, 2004.
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2 comentarios
Lic. Menna: Gracias por el artículo, resulta muy, muy interesante, sobre todo el saber que como padres de familia tenemos la manera de formar el caracter del niño hombre para que no se comporte como un típico macho como desgraciadamente sigue sucediendo actualmente. Gracias a la logoterapia y a los que nos enseñan sobre ella por ayudarnos a vivir mejor. Le dejo mi correo en caso de que guste tener comunicacion: cecimartinez_s@hotmail.com
Hola José Nicolás: Felicidades, que interesante trabajo publicas, para leerlo más de una vez, cuántas historias llegaron a mi mente, propias y de consultorio, me quedo con una buena dosis de reflexión y en que mejor fecha.