Por Karin Vanek.
Tan irreverente la muerte y nosotros tan poco preparados.
Aun los que nos hemos atrevido a desearla, a seducirla, poco podríamos concebirla…
La vida… con sus tantos pliegues y matices, la muerte en cambio, certeza pura. En esa certeza nos regala la inefable garantía de nuestra finitud.
¿A qué sabría la vida si su probable final no estuviera escondido tras cada rincón? Tras cada abrazo, cada palabra, cada segundo, tras cada despedida o bienvenida…
No solo nos fecunda la vida, nos fecunda la muerte con su silenciosay constante presencia. ¿Qué haríamos con todo el tiempo de un ‘para siempre´?
¡Bendito regalo el de la muerte! Los ‘después’ ya nos gobiernan suficiente.
La eternidad no nos viene bien.
La muerte, la más grande romántica, me contempla, deseándola y temiéndola sin poderme decidir. Y aquí sigo, con oxígeno en los pulmones y con sangre caliente, pidiendo que el segundo en el que te lleves mi vida, querida muerte, te honre yo con el agradecimiento que mereces por no haber interrumpido mis latidos cualquier segundo antes de este, que recién termina.
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