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No sabes lo fuerte que eres. Una historia de resiliencia.

Las pérdidas son parte de la vida, es lo único cierto que tenemos. Sucede que no lo hacemos consciente y pensamos que a nosotros no nos va a pasar; tenemos la idea de que nuestro amor hará perenne lo que es «nuestro». Cuando te toca vivir una pérdida, puede ser una oportunidad para saltar hacia el crecimiento, para ser una mejor versión de ti, o puede ser la ocasión para hundirte y hacer que te pierdas a ti misma.

Se cuentan muchas historias, ninguna es igual a otra. Esta es una historia de coraje y valor, de pérdidas, sí, pero también de ganancias, y no me refiero a cuestiones materiales, me refiero a experiencias límite, de esas que te obligan a recalcular la ruta. Esta es la historia de Valeria, de su vida y de cómo las circunstancias la llevaron a tomar decisiones valientes que la han ayudado a aprender, a elegir cómo hacer frente a cada situación y, sobre todo, a desarrollar su resiliencia.

«No sabes lo fuerte que eres hasta que ser fuerte es tu única opción». Cuando Valeria leyó esta frase por primera vez, estaba atravesando un duelo, y creyó cada palabra. Con el paso del tiempo, se dio cuenta de que no hay sólo una opción, siempre hay más de una, y en su proceso ella decidió ser fuerte.

Valeria tuvo una buena infancia, vivía con su padre, su madre y su hermana menor, Violeta. Iba a una buena escuela, se divertía, jugaba, salía de vacaciones con su familia. Aunque sus papás trabajaban casi todo el día, su mamá intentaba estar presente en los momentos importantes como juntas escolares o festivales. Su papá no, casi no lo veía porque trabajaba mucho o, al menos, eso creía; pero los momentos que su papá tenía libres los dedicaba a Valeria y a su hermana, quienes eran las más felices porque les contaba historias fantásticas y hacía que su imaginación volara. A veces, era un tanto cómplice, pues les ayudaba con una que otra tarea que ellas no entendían o que no querían hacer. Su mamá, en cambio, era quien ponía las reglas, la que daba orden y estructura en casa.

Para Valeria, papá era su héroe; sentía una gran conexión y afinidad con él, aprovechaba cada instante que pasaban juntos. ¿Quién diría que la vida, o debo decir la muerte, lo arrancaría de sus brazos cuando ella tenía 21 años? Sí, esa fue su primera gran pérdida significativa. Años atrás, su abuelo había fallecido, y aunque sintió tristeza al ver a su mamá destrozada, no había gran apego hacia él, pues vivía lejos.

Cuando Valeria tenía 20 años, ingresó por primera vez a un hospital; tenía apendicitis. Una vez recuperada, su mamá le confió que papá se había hecho unos análisis porque no se sentía bien. En este punto es importante aclarar que papá no era de los que en el primer instante de sentirse mal corría al doctor; ese malestar ya tenía tiempo. Mamá finalmente le confesó a la joven algo inesperado: el diagnóstico era leucemia. Al escuchar eso, todo el mundo feliz de Valeria se vino abajo; pensó en lo peor. La idea de que su padre falleciera y la dejara sola se imponía en su cabeza. El pronóstico no era tan malo; los médicos decían que, con tratamiento, iba a poder salvarse y llevar una buena calidad de vida.

Sin embargo, el tiempo transcurrió y las quimioterapias no funcionaban. Papá lucía cada vez más cansado. Valeria nunca lo vio rendirse, al contrario. Frente a ese panorama, lo que seguía era que le hicieran un trasplante de médula, papá aceptó. Y así, entradas y salidas del hospital. La joven tenía que ir todas las mañanas al hospital, que estaba bastante lejos de casa, y por la tarde le tocaba correr a la universidad. Sus días transcurrían de ese modo: hospital, universidad, casa a descansar para repetir la rutina. Cada mañana estaba puntual «acompañando» a su padre, a quien podía ver solamente a través de un cristal, ya que esa enfermedad baja las defensas y era preciso tener al paciente aislado. Cuando se podía, platicaban a través de un auricular. Por la tarde a comer lo que encontraba y a correr para dedicarse a sus estudios.

Sólo si papá salía del hospital, la rutina cambiaba; ella lo atendía en casa por la mañana hasta la hora de irse a la universidad, y por las noches llegaba a curarle el catéter. No era algo que le gustara hacer, pero ni su mamá ni su hermana quisieron entrar a la capacitación del cuidado del catéter. Tras varios meses y con la esperanza de que el trasplante funcionara, un día su padre recayó. No había dado resultado; lo único que quedaba por hacer era esperar la muerte.

Desde la noticia del diagnóstico hasta el final de la enfermedad, tuvieron la esperanza de que pasaría y se lograra recuperar. Fueron días muy extenuantes, de muchos cuidados, de vivir al límite esperando lo mejor o lo peor y de aprovechar el tiempo juntos. Ya en los últimos días de su padre, Valeria sentía una ambivalencia constante; por un lado, quería que todo terminara, aunque sabía lo que eso significaba. Por otro, se aferraba a la ilusión de que todo estaría bien.

No le gustaba pensar en lo peor, como aquella película «Un monstruo viene a verme», en la que el protagonista no quería aceptar su verdad y se rehusaba a la idea de ver partir a su mamá; en el caso de Valeria, era a su papá a quien no podía dejar ir. El fatídico día llegó, un día que jamás va a olvidar, un día de asueto, no hubo clases. Su familia y ella estuvieron todo el día en el hospital. Rezaba con insistencia, rogándole a Dios en silencio para que pronto todo acabara. No podía soportar ver sufrir a su padre.

Los médicos permitieron que la familia entrara a despedirse. Como había que cuidarlo de los contagios, Valeria se puso todo el uniforme: bata, cofia, botas, cubrebocas, para pasar a verlo. Se sentía como una astronauta, toda cubierta, de pies a cabeza. Su padre estaba inconsciente, sin embargo, ella sintió que la volteó a ver y la reconoció. Juntó las pocas fuerzas que le quedaban para no llorar frente a él y le dijo que iban a estar bien, que podía irse tranquilo. ¡Qué difícil tuvo que haber sido! Él intentaba decirle algo, pero las palabras no le salían, se inquietó un poco. Así que ella quiso tranquilizarlo y le dijo con voz suave, con miedo a quebrarse, que mamá, Violeta y ella, estarían bien. Su padre intentó apretarle la mano, y sintió, de alguna manera, que se volvía a tranquilizar.

Al salir de la habitación, rompió en llanto, estaba destrozada, algo en su corazón le decía que se acercaba el final. Llegó la noche y su madre les dijo que se marcharan; ella se quedaría. Aunque no querían irse, obedecieron y se fueron a casa, devastadas. A los 20 minutos de haber salido, entró una llamada, sí, esa llamada que sabían que llegaría en cualquier momento. Violeta contestó. Papá había muerto. Al escuchar la noticia, lloró desconsoladamente y regresaron al hospital.

Epicuro, un sabio griego, dijo: «Llegará un momento en que creas que todo ha terminado: ese será el principio». ¡Cuánta razón tenía en ese momento! Sí, había terminado, pero apenas era el comienzo. Se daban los primeros pasos para transitar el camino del duelo. Ese camino que nadie te enseña a caminar, que nadie puede andar por ti y que recorres como puedes, con las herramientas que hasta ese momento tienes para ello. Valeria entendía racionalmente lo que había pasado, sin embargo, su corazón no entendía nada; todo era confuso.

Al día de hoy, no recuerda con detalles el funeral; fue como si lo hubiera vivido en modo automático. A ratos lloraba hasta sentir que se secaba y en otros momentos se sentía como si estuviera flotando. Pensaba en la promesa que le hizo a su padre: «seré fuerte».

¿Qué es ser fuerte? Ante esa pregunta, la respuesta que encontró fue guardar sus emociones en un cajón, vivir como si nada hubiera pasado y seguir adelante, con la cabeza en alto, sin que la vieran llorar. Tomó un papel que nadie le pidió, el de su padre, consolando a su hermana y su mamá y estando para ellas. A un mes de distancia de aquel día funesto, Valeria cayó enferma; su cuerpo habló lo que su corazón quería callar. Fue ingresada por segunda vez al hospital para ser intervenida quirúrgicamente. El dolor físico era insoportable, pero estando en ese ambiente hospitalario, sentía cómo algo le oprimía el pecho y hacía que no pudiera respirar. Estaba atravesando un ataque de ansiedad y le tuvieron que poner oxígeno.

Al enterarse de esto, una de sus tías fue a visitarla al hospital; se quedaron solas en la habitación, y Valeria le confió su preocupación por la opresión que sentía y que no tenía que ver con la operación. Su tía, con sabiduría, le hizo saber que eso era un dolor del alma por guardarse tanta tristeza. Al escuchar esas palabras, la joven se sintió como si a una olla exprés le hubieran abierto la válvula de repente y no soportó más. Rompió en llantos y aullidos de dolor, gritó tanto como pudo hasta cansarse. Fue liberador, se sintió aliviada por un buen rato, el malestar en el pecho había cesado. Ya no tuvo necesidad de usar oxígeno.

Aunque días más tarde, ese dolor volvería y con más fuerza, por un secreto que mamá y Violeta le habían ocultado: papá tenía otra familia. ¡Qué golpe tan duro! La imagen del héroe se le vino abajo. Entre las tres, decidieron que no se hablaría más de eso y mucho menos lo compartirían con alguien.

Los días y meses posteriores, Valeria se dedicó a varias actividades, se enfocó completamente en la escuela para mantener su promedio y poder conservar la beca de la universidad. Se metió a estudiar idiomas, se inscribió a pláticas y conferencias y comenzó su servicio social. Todo lo que pudiera tener ocupada su mente era bien recibido. Entre más distracción, mejor, porque no estaba permitido sentir; era, según su creencia, señal de debilidad. Así, la joven universitaria siguió con su vida.

A tres meses del fallecimiento de su padre, conoció a un gran hombre que la acompañó en los momentos en que se sentía caer. Su nombre, Gabriel, como el que lleva un ángel mensajero. Cuando se enteró de lo ocurrido con el papá de Valeria, fue muy respetuoso y paciente con ella. Se hicieron novios y así entraba a su vida una nueva oportunidad para sonreír.

Al siguiente año, Valeria volvió a ingresar al hospital; en esta ocasión, necesitó transfusión de sangre. Ya era la tercera vez que presentaba un problema de salud que la enviaba al hospital, así que tomó la decisión firme de cambiar su estilo de vida. Comenzó a alimentarse mejor e hidratarse regularmente. Dice una frase muy trillada que “el tiempo lo cura todo”. ¡Qué gran falsedad! En realidad, no es que el tiempo se encargue, es lo que tú decides hacer con ese tiempo. Si decides tomar acciones para sanar o seguir anquilosada en tu dolor, lo que hace la diferencia es en qué inviertes ese tiempo inexorable, ¿cómo decides que pase?

Así fue con Valeria; cada situación la llevaba a decidir cómo vivir. Sin embargo, aún le faltaba mucho por aprender. Al día de hoy, ya sabe que callar y guardar los sentimientos no es la forma de llevar un duelo sano; muy por el contrario, si ocultamos el dolor, se va enquistando en lo más profundo y, con el tiempo, lejos de curarse, se vuelve más complicado y enferma.

La relación entre Valeria y Gabriel se iba fortaleciendo; terminaron la universidad, entraron a trabajar a buenas empresas y decidieron casarse. Valeria le compartió a su prometido “el secreto” que tenía con su madre y su hermana, y el miedo que tenía de que a ella le pasara lo mismo. Con el tiempo, él le demostró que la amaba y que podía confiar en que no sería así. Tuvieron una boda hermosa; Valeria se sentía de nuevo feliz, con vida y energías renovadas. Viajaron, conocieron lugares y disfrutaban cada experiencia juntos.

Cinco años más tarde, recibieron la gran noticia: ¡estaban esperando bebé! ¡Qué dichosos se sentían! Ella no cabía de la emoción al saberse mamá por primera vez. No obstante, esa dicha duró poco; a las semanas de haber recibido la bella noticia, tuvo un intento de aborto y le indicaron reposo. La angustia comenzó a apoderarse de ella, quien no paraba de pedir que su bebé llegara con bien a su hogar. Se cuidó e hizo todo cuanto le indicaron.

En una de las consultas médicas les dijeron que sería niña, ¡qué alegría! Pero también les dijeron que tenía un problema en el riñón y había que esperar a que naciera para saber cómo proceder; aún con eso, el pronóstico era bueno. El embarazo no fue lo que se esperaba; los primeros meses, Valeria los pasó casi en reposo absoluto, regresó a trabajar con todos los cuidados posibles y no había día que no pidiera a Dios que todo resultara favorablemente. ¡Qué terrible puede resultar a veces la espera!

El gran día llegó. Daniela, como la llamaron, por fin iba a nacer. Fue una noche muy fría; ambos padres se sentían nerviosos y con temor. Valeria recuerda haber escuchado a su hija llorar al nacer y escuchar al personal médico decir que todo iba bien; alcanzó a ver a su hermosa bebé, pero cerró los ojos para que la llevaran a recuperación y no supo más.

Cuando despertó le dieron una fuerte noticia: Daniela tenía que ser intervenida de inmediato. Valeria, aún aturdida por la anestesia, entró en shock hasta que les dijeron que la operación había salido bien, pero debía quedarse internada para su recuperación. Valeria salió del hospital con los brazos vacíos, regresaba al hospital cada día a visitar a su hija para alimentarla y darle calor. Fueron días muy difíciles, de gran incertidumbre y angustia.

Hasta que dieron de alta a Daniela, esa bebé que, para ellos, era la más fuerte, la más valiente y la más hermosa. ¡Por fin se iban a casa los tres! Les enseñaron los cuidados que debían tener y empezaron una vida con ella, una vida diferente a la que vive cualquier pareja primeriza con un bebé sano.

Los días siguientes fueron de consultas con pediatra; era importante que ganara peso para realizarle una siguiente operación. Cuando llegó al peso indicado, le realizaron estudios para que pudieran intervenirla nuevamente. Los días de Valeria transcurrían como si estuviera arriba de una montaña rusa, subidas y bajadas tempestuosas; días en que todo parecía ir bien y días no tan alentadores.

Una noche, Daniela se puso grave; sus padres fueron de inmediato al hospital, donde se quedó internada. Valeria no sabía qué pensar y mucho menos qué esperar; regresaron a ella las imágenes de su papá internado, enfermo, y temía lo peor. Volvió a pedir con todas sus fuerzas a Dios que les ayudara a que su hija se recuperara, pero sintió que nada sirvió. Daniela murió teniendo tan solo 29 días de nacida.

El corazón de Valeria y de Gabriel se rompió en pedazos, así como todos sus proyectos, sus sueños y las ilusiones que se habían hecho; la oscuridad cubrió sus almas. El primero en llegar al hospital fue su querido y gran amigo, Jesús, quien al verlos con el corazón destrozado, los abrazó y lloró con ellos. Es sacerdote, así que la bautizó y los acompañó en todo momento.

La familia de cada uno llegó al hospital al enterarse de la noticia; nadie lo esperaba. El funeral fue corto y muy íntimo, con pocas personas. Valeria sentía que se iba a volver loca, quería morirse y no saber nada de la vida. Volvió a llorar tanto como aquel día en que murió su padre o quizá mucho más. Que muera un hijo no es lo natural; es algo hasta cierto punto irracional, pero así pasa, así es la vida.

Valeria y Gabriel regresaron a casa con la más profunda tristeza, volvieron a una casa vacía y gris. Valeria iniciaba otro duelo más; sólo que esta vez no se sentía capaz de sobrellevarlo sola, no tenía la intención de seguir con su vida; ahora no quería ser fuerte. Ver a Gabriel deshecho la hacía sentir peor, no iba a aguantar esta vez el dolor y tampoco sabía cómo quitárselo, deseaba arrancarlo. Lo único que quería era hundirse en su cama, dormir y no despertar nunca o por lo menos hasta saber que todo había sido una horrible pesadilla.

Cada día suponía un gran esfuerzo, desde levantarse, bañarse o comer. Actividades tan cotidianas para cualquiera, representaban toda una proeza. Violeta, que la veía sufrir y no sabía cómo ayudarla, le sugirió hablar con Elena, una tanatóloga que la acompañó en el duelo de su papá. Valeria aceptó, y junto con Gabriel, asistieron a la primera consulta, cabe decir que, con mucha incredulidad, pues no sabían ni entendían cómo les iba a poder ayudar si nada ni nadie les devolvería a Daniela.

Valeria jamás olvidará las palabras que les dijo Elena y que en un principio no entendió: “tienen que cuidar su amor”. ¿Cómo podría cuidarlo si ni siquiera se sentía capaz de cuidarse a sí misma? “Van a estar bien”, fue otra frase que se quedaría en su mente. ¿Cómo sería posible eso? Sin embargo, decidieron continuar su proceso de la mano de Elena. En ocasiones iban juntos, otras veces iban por separado, cada uno lidiando con su propio dolor.

Como era esperado, el primer año sin Daniela fue muy complicado. Gabriel y Valeria decidieron centrarse en sus trabajos y alejarse del mundo, por decirlo de algún modo. No quisieron hablar con su familia ni amigos; sólo permitieron que estuvieran con ellos Elena y Jesús, quien se convertiría en su refugio.

Los días festivos eran desoladores; la primera Navidad estuvieron solos en casa, su familia les llevó algo para cenar. Lo aceptaron, pero comieron muy poco; lo mismo sucedió el primer Año Nuevo. Para la siguiente Navidad, Jesús los recibió en su casa. En ese tiempo vivía en el bosque. Para Valeria, estar en contacto con la naturaleza le hacía aferrarse a la vida de una manera inexplicable, una vida que no entendía.

Esos días en el bosque los recuerda como una catarsis porque pudo escribir, gritar, enojarse y reclamarle a Dios sintiendo esa ambivalencia nuevamente. Por un lado, estaba furiosa y le reprochaba lo que estaba viviendo; pero por otro, le pedía que no la dejara sola. Fue en ese bosque que encontró algo de consuelo. Sí, las terapias servían, pero no lo eran todo.

Después de lo vivido, Valeria tuvo que hacer un cambio en toda la estructura de lo que creía sobre Dios. Finalmente, comprendió que nunca la ha dejado sola ni en los peores momentos. Por el contrario, le mostraba a través de “dioscidencias” que estaría ahí para acompañarla en este duro viaje y lo que vendría… Todo lo que había guardado en el cajón con respecto a su papá salió de nuevo, desde su enfermedad, su muerte y hasta “el secreto”. Por lo que tuvo que hacer un trabajo personal largo y exhaustivo.

En ese proceso entendió lo importante que es permitirse sentir y tocar la tristeza o, de lo contrario, su cuerpo hablaría. Sólo dejando salir a las emociones es como se puede ir sanando. Elena la acompañó en ese viaje; la ayudó a dejar de hacerse preguntas sin respuestas, le enseñó a ser compasiva con ella, a perdonar y perdonarse y sobre todo a resignificar lo que había vivido tanto con su padre como con su hija.

Los años transcurrieron y Valeria, poco a poco, fue sanando su corazón; por otro lado, Gabriel parecía no querer avanzar, lo cual hacía más difícil su relación. A él se le acabó el mundo el mismo día que Daniela murió. Sin embargo, aceptó tomar terapia con alguien más porque su duelo se volvió complicado. A Valeria le costó tres años reconocer que se sentía bien; a Gabriel, un año más.

Cuando ella se dio cuenta de que volvía a sonreír, no lo podía creer. De nuevo sintió ganas de hacer planes, se sentía lista para cambiarse de trabajo e incluso de casa. Sin embargo, Gabriel no estaba en la misma sintonía; su relación se desgastó en ese tiempo. Hizo lo que estaba en sus manos para ayudarlo, aunque de pronto se sentía cansada de ver que él seguía estancado y no pusiera de su parte o, al menos, eso creía. Incluso hubo momentos en que pensó darse por vencida y pedirle que se separaran; total, una pareja más a la estadística de divorcios por la pérdida de un hijo.

En algún punto volvió la esperanza porque parecía que Gabriel comenzaba a reaccionar. Ella lo atribuía a las terapias que tomó, tanto con Elena, como con la otra psicóloga. Para ella, se hizo el milagro: volvieron a encontrarse como pareja, volvieron a salir. La relación creció con el aparente desgaste; lejos de quebrarse, se hizo más fuerte.

Fue como si para ellos la vida hubiera estado en pausa y, de pronto, volviera a ponerle «play», pero reiniciando diferente, con la conciencia de que todo había cambiado. Se dieron cuenta de que el tiempo pasó y sucedieron muchas cosas a su alrededor. Poco a poco regresaron a las reuniones familiares y a reintegrarse a la vida. Valeria cambió de trabajo y retomó los estudios. Compraron un departamento y se hizo nuevamente la luz en sus vidas.

Por fin habían logrado atravesar “la noche oscura del alma”, una noche que duró varios años. Una gran noticia llegó a coronar la relación renovada de esta pareja; por segunda vez, esperaban bebé. Con todo y el miedo que sintieron al enterarse de la noticia, siguieron adelante. Las familias de ambos no cabían de la felicidad.

En esta ocasión, y a pesar del temor, Valeria se sentía diferente, pudo con eso. Disfrutó su embarazo, aunque cada cita médica era un desafío a enfrentar. Todo iba bien. Llegó el gran día. Nació otra niña, hermosa y sana; la llamaron Zoé, vida, porque eso representaba para ellos, plenitud de la vida. Esa niña llegó a iluminar todavía más las vidas de Gabriel y Valeria. Desde ese día, su hija ha crecido rodeada de amor, sabiendo que llegó en el momento justo a la vida de sus padres y de toda la familia.

La vida es el conjunto de los buenos y malos momentos. Valeria lo ha percibido de esta manera después del camino recorrido. A partir de sus experiencias, ha obtenido grandes aprendizajes y lecciones de vida. Valeria se reinventó, reconstruyó su vida, encontró de nuevo el camino y se creó una nueva identidad. Después de que Zoé nació, siguió trabajando un tiempo, pero se dio cuenta de que lo que quería en realidad era compartir cada momento de la vida de Zoé, así que, después de mucho pensarlo, renunció a su trabajo y se dedicó a crearse una nueva vida fuera de la empresa.

Así fue como decidió prepararse para acompañar a otras personas a transitar sus noches oscuras del alma. Cuando pasan cosas dolorosas, le cuestionamos a la vida, exigiéndole una respuesta, pero su perspectiva cambió cuando comprendió que es la vida la que espera una respuesta. Así que esa fue la respuesta que le dio a la vida, ponerse al servicio de los demás.

Hasta aquí, todo parecía ir viento en popa, pero no era así. La mamá de Valeria iba perdiendo la salud desde hace algunos años. Se podría pensar que desde la muerte de su esposo, sin embargo, no fue hasta la muerte de Daniela que todo empezó a empeorar. Pasó por varias cirugías y enfermedades: cáncer, el cual venció; diabetes; artritis; hipertensión, por mencionar algunas.

Hubo un momento que marcó sus vidas, y fue cuando planearon salir de vacaciones todos juntos. Valeria, Gabriel y Zoé se adelantaron a la playa; su madre llegaría al otro día en avión para hacer más corto el trayecto y no comprometer su salud, y finalmente, Violeta con su familia llegarían en auto.

Estando ya de vacaciones, Valeria recibió una llamada de su hermana en la que le decía que su mamá se había puesto mal, que tenía mucha fiebre, la presión alta, y la llevaría a urgencias para que fuera atendida de inmediato; que le avisaría si era necesario que regresara de viaje. Valeria no imaginó que esa misma tarde tendrían que volver a prisa para ver a su madre, porque le había dado un infarto cerebral.

Cuando llegó al hospital, se encontró con Violeta y sus tías. Le dieron noticias para nada alentadoras: mamá estaba en terapia intensiva. Pasaron algunos días de mucha angustia, hasta que despertó, sin saber lo que había pasado y sin poder hablar. Los médicos decían que probablemente no recordaría cosas, incluyéndolas a ellas, y que no había mucho por hacer.

Cuando por fin la pudieron ver, no la reconocieron; era otra persona, tenía la mirada perdida, no sabía cómo tomar un objeto y parecía no recordar nada. Valeria y Violeta se sentían desoladas, perdidas. La hermana de Valeria no se quedaría así, entonces se dio a la tarea de buscar información sobre los ACV o infartos cerebrales y cómo intervenir para buscar calidad de vida en los pacientes que sufren este tipo de accidentes.

Su madre salió nueve días después de haber ingresado, con muchas secuelas. Había perdido toda la movilidad y no podía hablar; tenía afasia de Broca. Violeta acondicionó todo para que su madre fuera a vivir a su casa y, a partir de ahí, todo cambió de nuevo. Contrataron a una persona para que las apoyara con el cuidado de su mamá. Valeria hacía de comer para todos; cada día, tan pronto como podía, llegaba a casa de su hermana, estaba ahí hasta la hora de ir por Zoé al colegio, comían todos juntos y se regresaban a casa para, al siguiente día, hacer la misma rutina. Así, durante un año.

Valeria y Violeta aprendieron que sólo contaban una con la otra, lo que las mantuvo unidas y les ayudó a tomar decisiones que beneficiaran a la recuperación de su madre. Como un milagro, su mamá fue recuperando movilidad gracias a las terapias físicas. Comenzó con terapias de lenguaje y, poco a poco, entre ellas, lograban comunicarse. No era fácil; la impaciencia de ambos lados ganó varias veces, sin embargo, su madre aprendió a hacer cosas de nuevo, volvió a caminar, a intentar escribir, incluso a cocinar, lo cual le encantaba.

Las tres habían aceptado esta nueva realidad y daban gracias a Dios por mantenerse unidas al grado de cumplir con un sueño que tenía su mamá. Aquel sueño que se había quedado en el tintero el día que le dio el infarto: salir juntos de vacaciones a la playa. Con miedo, Valeria y su hermana planearon todo; los tiempos coincidían para irse en diciembre y pasar Navidad juntos en la playa. Todo era incierto, y de repente pensaban que quizá ese podría ser su último viaje juntos, con mamá. Valeria nunca podrá olvidar lo significativo de ese viaje.

Fueron cuatro años de aparente estabilidad, llegó la pandemia y un día entre tantos decesos, Valeria perdió a la tía que consideraba su segunda madre, justo en la fecha en que ella daba una plática sobre pérdidas y el proceso de duelo.

Transcurrió un año y en una de tantas visitas médicas de la mamá de Valeria, se dieron cuenta de que la circulación de las piernas no estaba bien, lo cual significaba un riesgo para otro posible accidente cerebrovascular. La indicación médica fue destapar las arterias, primero de una pierna y luego de la otra. La primera intervención quirúrgica salió bien; la segunda tuvo complicaciones. La recuperación no fue lo que el médico esperaba, y la opción era amputar la pierna.

Cuando el médico les informó, el mundo volvía a derrumbarse. Mamá parecía no entender la explicación, y Valeria y su hermana le repetían una y otra vez que el procedimiento no había funcionado. Juntas, las tres tomaron la decisión de aceptar el procedimiento de amputación. La cara de mamá se veía desencajada; sobre todo se le notaba un gran cansancio y pérdida de fuerza.

Entre la angustia y el dolor, las dos hermanas repasaban los diferentes escenarios para que su madre tuviera los mejores cuidados. Acordaron la fecha del procedimiento y, aunque nuevamente hubo complicaciones en la sala de operación, su mamá demostró una vez más ser una guerrera.

Sin embargo, la historia se repetía; el procedimiento no había dado resultado, así como sucedió con papá. La diferencia fue que mamá pudo expresar su voluntad; ya no quería que le hicieran algo más, quería dejar de sufrir. Derrotadas, Valeria y Violeta respetaron y defendieron la decisión de su madre, aún sabiendo que eso significaría aceptar que la perderían pronto. ¿Cuánto tiempo? Nadie lo sabía, sólo era cuestión de esperar.

Diariamente, las hermanas la visitaban y le llevaban comida, se partían para poder atender a sus hijos y estar cada día en el hospital. Una cuidadora estaba ahí las 24 horas. Mamá casi no comía ni tenía ganas de hablar; cada día era un día menos de pasar a su lado. Cuando preguntaba qué pasaría, Valeria le explicaba lo inevitable, y mamá se sumía de nuevo en sus pensamientos. Valeria la abrazaba cada día sabiendo que podía ser el último; quería guardar en su corazón cada momento junto a su madre.

Después de varios días, pudo salir del hospital, pero sin buen pronóstico de recuperación. Así, en su casa, como era costumbre, pasaron la Navidad; sólo que esta vez era diferente. Sabían que sería la última. Con toda la familia; tíos, primos y sobrinos presentes, todos sabían que el momento de su partida llegaría pronto. Si Valeria tuviera que describir esa Navidad, diría que fue agridulce. Por un lado, agradecía que tenía a su mamá, como fuera, pero la tenía; por otro, sentía tristeza de saber que la iba a perder pronto.

Las señales del final se hicieron presentes un día antes de despedir al año viejo. Las hermanas llevaron al hospital a su madre. Ese día sería el último que la verían consciente. Valeria aprovechó para agradecerle todo lo que había hecho por ella, para pedirle perdón por las veces que no le tuvo paciencia y se despidió, al igual que lo hizo con su papá. Le dijo que estarían bien. En su muy particular manera de expresarse, mamá le dijo que también le agradecía, que la quería mucho, y ambas lloraron.

El 31 de diciembre, visitó a su mamá y, por la tarde, decidió quedarse sola en casa; habló con Gabriel y Zoé para que ellos fueran a disfrutar la noche vieja. Él la entendió. Valeria no tenía ánimo de ir a una reunión, y menos de fin de año. Gabriel le dejó algo para cenar; ella sólo quiso ver una película y se durmió temprano. Eso la hizo sentir bien, se sintió libre de elegir pese a las circunstancias.

A principios del siguiente año, mamá murió; su misión en este plano había terminado. Por fin fue libre de tanto sufrimiento y pudo volar. Valeria sentía un profundo dolor en su corazón y, al mismo tiempo, se sentía en paz de saber que su madre gozaba ahora de una vida plena. El hecho de tener conocimientos sobre pérdidas no te exime de sentir dolor.

No es que fuera la experta en duelos, nadie lo es, pero este proceso lo vivió de una manera diferente a los anteriores. Se dio permisos que antes no se daba y a su corazón le fue mejor procesando lo que sentía, sin que esto implicara que en ocasiones fuera difícil el camino. Esta vez se había “anticipado” de alguna manera a lo que pasaría y, sintiendo que las fuerzas se le acababan, había empezado a tomar terapia meses antes.

La muerte de mamá la convenció de que acompañar a otras mujeres seguía dándole sentido a su vida; sabía que, al acompañar a otros, ella seguía sanando. La historia no termina aquí. Valeria sabe que la vida tiene altas y bajas, y por eso, cuando le toca vivir momentos de esos que ella considera “buenos”, los vive al máximo, los disfruta y los agradece enormemente.

Nadie te prepara para las situaciones límite que la vida te presenta, pero de una cosa sí estoy segura: todos contamos con una caja de herramientas internas que nos ayudarán cuando lo necesitemos. Quizá al inicio no lo sepamos, pero si te das la oportunidad, verás que las encontrarás, además de poder adquirir otras en el camino, si así lo deseas.

Y lo más importante: siempre, siempre, puedes elegir cómo hacer frente a tus batallas y decidir qué quieres hacer con ellas.

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