Por Enrique Galán Santamaría
Desde sus balbuceos mesmeristas en el último cuarto del siglo XVIII hasta la sobredosis actual de psicoterapias de todo cuño, la historia de nuestra profesión es el exponente de una transformación espiritual del mundo occidental. A la ruptura cartesiana del siglo XVII entre un mundo sin alma -la res extensa- y un alma reducida a res cogitans le siguieron nuevas y más cárceles al alma hasta decretar su desaparición en manos del sueño psiquiátrico desde 1800 -no hay más que un soma mecánico. Pero el alma, enfrentada a estas maquinaciones del espíritu, encontró el modo de hacerse oír incluso en los mismos términos que exigía ese paradigma médico en su enfrentamiento con la locura. El declive de la religión durante el secularizado siglo XIX llevó a que la «cura de almas» pasara a manos de los médicos. Así, disfrazándose de enfermedad pudo el alma ser atendida y descritos sus padecimientos en una psicopatología a la cual las psicoterapias intentarán dar una respuesta.
Previo al nacimiento de la psiquiatría en 1800 con Pinel, el mesmerismo, desacreditado por la academia pero potenciado por la sociedad entre 1775 -año que sale a la luz el término de «magnetismo animal»- y mediados del XIX, sentará las bases de lo que a partir de Freud es una práctica profesional en crecimiento exponencial. En Mesmer están los conceptos, aunque no los términos, de libido, transferencia y resistencia, el hipnotismo o la terapia grupal. Incluso la antipsiquiatría . De sus desarrollos surgieron tanto la burocracia profesional, en esa internacional Sociedad de la Armonía Universal, como las problemáticas psíquicas que han sido atendidas por las diversas psicoterapias.
Respecto a las técnicas, la hipnosis que ofrece Bernheim a finales del XIX es el resultado de los desarrollos del mesmerismo: el «sueño lúcido» del abate Faria en 1818, el «sueño nervioso» de J. Braid veinte años después y el «sueño provocado» de Liébault cuarenta años más tarde. Con la derrota del paradigma anatomopatológico de la enfermedad mental que propone Charcot en la línea de Griesinger, derrota a manos del mismo Bernheim, se confirma la importancia de la sugestión y la persuasión en la psicoterapia. Las técnicas psicoterapéuticas de los pioneros de la psiquiatría, como Heinroth, creador del nombre de esta especialidad médica, Reil o Feuchtersleben en la primera mitad del siglo XIX, un conjunto de buenas intenciones de carácter moral que concluían en la pura represión del paciente, encontrarían su formulación moderna en las técnicas racionales de Dubois, Déjerine o Janet ya entrado el siglo XX.
En cuanto a los fenómenos psicofísicos revelados por la atención mesmerista, ese poder de las representaciones de la imaginación sobre el cuerpo para el malestar o el bienestar, el psiquiatra ingles D.H. Tuke, creando la palabra ‘psicoterapéutica’ en 1872 da carta de naturaleza en la ciencia a lo que en la sociedad se entiende como espiritismo y cuya formulación como terapia se llamará más adelante Christian Science.
Será sin embargo la obra de Freud la que inaugurará, errores, falacias y mentiras incluidas, un ámbito conceptual y profesional del que somos, querámoslo o no, herederos. La importancia de la psicología profunda durante todo el siglo XX excede con mucho el estrecho marco profesional. Con el psicoanálisis se reformula aquello que la psiquiatría se empeña en considerar enfermedad mental, señalando que se trata de otra cosa. Nuestra civilización ejerce una presión tal sobre la vida instintiva que proliferan las alteraciones mentales hasta el punto de ampliarse la psicopatología a la vida cotidiana. Al introducir la hipótesis de lo inconsciente, Freud amplía los límites de la psicología y desde entonces no se han dejado de investigar desde esa perspectiva todos y cada uno de los actos y productos culturales de los hombres. De la espita abierta por el psicoanálisis pronto surgieron las diferentes ampliaciones que cristalizaron en escuelas, desde Adler y Jung hasta el dernier cri lacaniano, pasando por los desarrollos del psicoanálisis del yo (A.Freud, E. Kris), del psicoanálisis de las relaciones objetales (de M. Klein a W.R. Bion) o el revisionismo psicoanalítico de Horney, Sullivan y Fromm.
Junto a ese desarrollo de lo que se ha dado en llamar psicología dinámica, la reflexología pavloviana o el conductismo de Watson ofrecen la imagen de una psicología sin sujeto, no digamos ya sin alma, pero que en sus desarrollos históricos ha originado tanto a la terapia cognitivo-conductual (de Bandura a Beck) como a ese conductismo humano llamado teoría de la comunicación (Bateson, Watzlawick, Minuchin).
En esta dialéctica entre conducta objetiva e inconsciente subjetivo, la psicología humanista de los años 50 (Rogers, Maslow) busca una tercera vía, subrayando la vivencia y entendiendo la psicología como crecimiento. En los 70 evoluciona hacia la psicología transpersonal (Grof, Wilber, Washburn), con su maridaje de psicología occidental, sabiduría oriental y prácticas chamánicas.
Así, creo no exagerar si digo que hoy nos encontramos con no menos de 500 escuelas de psicoterapia, multiplicadas por la idiosincrasia de sus diversos profesionales. El crecimiento exponencial de estas diversas prácticas psicoterapéuticas autoriza a que hablemos de una sociedad psiquiatrizada, en la que cualquier conducta puede ser objeto de un abordaje psicoterapéutico y cualquier acción presentarse como terapia, desde el sexo a la vida grupal.
Junto a la psicoterapia, la psiquiatría biológica también se enseñorea de la sociedad. A los primeros psicofármacos de los años 50 se han sumado generaciones cada vez más precisas de drogas que afectan al sustrato fisiológico de los estados anímicos. La población no deja de solicitar estos fármacos para liberarse de estados de sufrimiento en los que se preferiría no ahondar. Con todo ello, los conflictos naturales de toda existencia se ven calificados como enfermedades, disfunciones o realidades que sólo los profesionales de la salud mental pueden tratar.
Las críticas a esta situación se vienen repitiendo cada vez con mayor frecuencia. Las primeras se deben a K.Kraus o a F. Kafka en los primeros tiempos del psicoanálisis. Y dentro del ámbito de la psicología profunda, las obras de Szasz desde los 70, las de Masson en los 80 o Hillman en los 90 no han hecho sino abrirnos los ojos acerca del peligro que acecha en la práctica de la psicoterapia.
Esta hipersimplificada historia sólo tiene sentido para señalar un hecho social. Occidente, sometido a su vertiginosa carrera de creación y comercialización de objetos, genera una distorsionada protesta del alma, que aparentemente sólo es atendida como patología, como sufrimiento o locura. Incluso la propia queja ante el estado del mundo se entiende como un problema individual que debe ser abordado por el especialista de la psicología.
Desde un punto de vista interior a la psicoterapia, encontramos una demanda social pluriforme. Hay una demanda de las instituciones, y psiquiátricos y cárceles responden a ella. Hay otra demanda de los individuos, y la psicoterapia y la religión -como confesiones aceptadas o sectas de todo pelaje- le dan un soporte. En la consulta, esa demanda es en primer lugar de atención, y la psicoterapia analítica ofrece escucha y un punto de vista que permita al individuo captar los fenómenos psíquicos, el estado de su alma herida. Le sigue por parte del paciente la petición de vinculación, y de ahí surgen todas esas transferencias tan difíciles de lidiar. También el paciente busca poder, que se escenifica en el juego comunicacional, con todas las formas de resistencia por parte del paciente y de imposición arbitraria por la del terapeuta.
Esa demanda sugiere que la gente no se siente escuchada, que se encuentra aislada y se sabe impotente. Es la prueba palpable de la sociedad anómica que da al traste con las diversas esferas naturales en las que el individuo puede vivir sus aspectos psíquicos, como la familia y los grupos de amigos y vecinos, privilegiándose las asociaciones recreativas, profesionales e institucionales, más ligadas a los poderes sociales expresados en esas decisiones económicas y políticas que ensombrecen el mundo. El individuo moderno, sobreinformado e impotente, está en peligro y su alma clama en el desierto.
En la práctica, quienes escuchamos este grito entendemos que se trata de un mensaje no tanto de auxilio como de esperanza. Por eso prestamos una asistencia, reglamentada a la manera del discurso médico, con el ánimo de elucidar y comprender el relato del paciente al menos como para que nuestra respuesta no caiga siempre en el olvido, dentro de una relación basada en la confianza. Nuestra teoría analítica reza que gracias a esa relación y sus vicisitudes se va produciendo un aumento de consciencia sobre las razones del sufrimiento y las tentaciones de la locura. Con suerte encontramos un cierto sentido en lo que parecía sinsentido, y ponemos «patas arriba» nuestras más queridas apreciaciones, cuyo aspecto carcelario queda oculto bajo la sensación de seguridad que dan las certidumbres. Esta actitud analítica, tan simple y precaria, es el instrumento para medir el resultado en el alma individual del estado de la sociedad y el mundo. Ciertamente, no es fácil permitir que hagan imaginariamente de uno un pedagogo, sacerdote, médico o sabio cuando no somos sino espacios semivacíos para la proyección. Sabemos que la transferencia es más intensa y unilateral cuanto más disperso está el paciente. Y los pacientes vienen muy dispersos.
La locura es la sombra de la razón social y cada comunidad cultural tiene sus formas adecuadas de estar loco. Dada la psicologización social del siglo XX y la situación posmoderna con la que hemos salido de él, la razón individual no se siente representada por la social y la comunidad de pertenencia queda reducida en suma a la marca comercial. Ante esta situación, la inadaptación es continua, la identidad es frágil y la tentación de abandonarse a la acción colectiva y estrangular la individualidad es permanente. Es aquí donde entramos los psicoterapeutas, con la sensación de que nuestro trabajo consiste en vaciar el mar con un dedal sobre la arena de la playa.
¿Cómo es esta sociedad actual? ¿Dónde cifrar su principio? Políticamente, se ha optado por situarlo en el fin oficial del comunismo y la caída del muro de Berlín en 1989, quedando EEUU como potencia hegemónica de un imperio planetario. Económicamente, vivimos sujetos a unos planes cuyos resultados son el empobrecimiento progresivo de poblaciones y la creación de grandes excedentes financieros en continua danza de volatilizaciones. Socialmente, al menos en un abstracto Occidente que ha creado la psicoterapia sobre un fondo de filosofía griega, hebrea, árabe, cristiana y secular, las figuras más familiares están cambiadas de signo. Aunque sea una exageración, creo que hoy los niños son tratados como ancianos, los ancianos como niños, las mujeres como hombres y los hombres como mujeres. Esta inversión, relativamente nueva, va aparejada a una transformación de lo que anteriormente se consideraba la familia. Ante la desaparición de los grupos naturales, el Estado va ampliando su esfera de acción hasta volverse un Estado terapéutico, bajo cuya protección la burocracia se extiende con su sombra de corrupción.
Respecto a la salud, el primer espectáculo es la degradación ecológica. Continúa con la destrucción de las guerras y sus consecuencias. Le sigue la economía alimentaria, pensada en términos industriales. En un mundo donde a grosso modo 5.500 millones de personas viven mal y 500 millones más o menos bien, éstas últimas se preocupan enormemente por su salud y mantienen una floreciente industria farmacológica.
La sociedad actual se refleja en los medios de comunicación, fuente de su consciencia colectiva. Sabemos de la mentira de esos medios, de sus jugarretas económicas, pero sobre las imágenes que nos ofrecen del mundo y del hombre se recorta la consciencia individual. Evidentemente hay muchas formas de ver las mismas cosas, diversas valoraciones de lo mismo: la ruina de uno es el negocio del otro. Aunque parecen seguir siendo ciertas todas esas injusticias cercanas o lejanas que conoce cada cual. ¿Cuánto pesan en el alma esas injusticias?
Quiero decir con todo esto que las fuentes de sufrimiento se multiplican. Si hacemos pasar todo sufrimiento por la consulta del psicoterapeuta, no sólo no daríamos abasto, sino que debilitaríamos a los individuos en su enfrentamiento con la vida. Sin embargo, corren tiempos de patologización de la vida, de poner la vida ordinaria en manos de expertos, alienándonos de nuestras más preciadas fuerzas. De algún modo, es labor de la psicoterapia atender y cuidar estas fuerzas individuales que permiten forjarse un alma. Fuerzas necesarias para vivir hacia fuera y hacia adentro, con uno mismo y su pluralidad interna, con los demás y la selva de proyecciones creada en las relaciones.
La preocupación por la salud, llevada adelante con una ingenuidad puritana, virginal, hace correr a la psicoterapia el peligro de alimentar esa fantasía pueril de la perfección y el no conflicto, procurando la adaptación del individuo a un estado de cosas intolerable. Aunque muy alejada del objetivo explícitamente adaptativo de la psiquiatría, la psicoterapia dinámica puede aún ser más efectiva en esa adaptación, o resignación, al atender prioritariamente la vida interior del sujeto consigo mismo en defecto de su vida exterior.
Sabemos de los peligros de nuestra profesión, incluso de la inermidad de sus fundamentos. Empezando por la palabra terapia, que sólo mediante una ampliación de su campo semántico se hace menos médica y que puede llevarnos a creer que estamos curando una enfermedad -precisamente el deseo de nuestros pacientes para hacerse irresponsables de sí mismos. También desconfiamos, hijos de la filosofía de la sospecha, de nuestras apreciaciones profesionales, que sabemos determinadas por una inmensidad inconsciente. Sin embargo, entre estos peligros y lo que ellos supondrían para la extensión de la mentira, creemos que nuestra profesión sirve para unos fines y tiene una dirección.
A mi entender, la psicoterapia tiene como objetivo fundamental descubrir y promover la libertad interior del paciente. En este sentido, la psicoterapia es, como quiere Hillman, una «célula revolucionaria». Se trata de caer en la cuenta de la relación existente entre estados y representaciones y el modo de significarlos, en aras de un bienestar subjetivo desde el cual enfrentar las vicisitudes de la vida. Sabemos el trabajo de reflexión que hay que hacer para que la vivencia se transforme en experiencia. Gracias a ello podemos calibrar las capacidades instrumentales que fundamentan el grado de libertad necesario para una acción responsable. En otros términos, creo que la psicoterapia sirve para comprender cómo construimos nuestras cárceles interiores para, con suerte, transformarlas en moradas del alma, es decir, en esos estados experienciales que permiten tener la certeza de una psique objetiva que nos constituye más allá de la subjetividad consciente, y que vamos descubriendo a lo largo de la vida. Este aspecto socrático de la psicoterapia, la búsqueda de nuestro demon, me parece fundamental.
Sin consciencia del poder individual, que se apoya en la fuerza de nuestro carácter, de aquello que somos lo sepamos o no, nuestra vida es un continuo juego de despropósitos, hecho de defensa y falsa seguridad, de estupidez y sufrimiento. Aunque conviene no olvidar que también la consciencia del poder propio tiene sus peligros, y no menor el moral, cuando las mentiras que nos contamos ya no nos valen.
La sociedad actual, al menos la que marca el paso a las demás, está dominada por un aspecto puer que abomina del senex, obligado así a presentarse como ola de depresiones. Un mundo maniaco de consumo continuo sin criterio. Aparentemente dominada por Hermes el tramposo pero también el comunicador, nuestra sociedad desconfía de sí en su filosofía y fija en el futuro su realización, apocalíptica o redentora. El mundo infantil carente de pasado domina las decisiones de efecto general. La codicia -esa oralidad agresiva- determina los valores colectivos, medidos según el valor del dinero, que se ha visto transformado en el espíritu de los tiempos. Este puer se ve legitimado por la ideología del niño interior sujeto a todo tipo de abusos de los adultos. El puer social se manifiesta en la puerilidad del éxito construido, en la banalización de los discursos, en la búsqueda de aceptación incondicional que nos ahorraría nuestro autodominio. La irresponsabilidad campa por sus respetos.
Trabajo contra natura ciertamente. La psicoterapia como lugar para capacitarse en la responsabilidad personal frente a un mundo que alimenta con todas sus fuerzas la irresponsabilidad -sobre todo de los poderosos, inmunes e impunes continuamente- se enfrenta a todo tipo de obstáculos. Vivimos en una sociedad desalmada donde el espíritu se oculta tras sucesivos sucedáneos.
Que esta sociedad occidental, universal en su dominio, es desalmada lo prueba en primer lugar el abandono de la noción de alma como expresión individual de la imaginación colectiva. Olvidando que toda psique personal exige del otro, que no hay individuo sin sociedad -sin lenguaje, sin representaciones explícitas, sin relación humana- se pretende describir esa psique como el resultado de los múltiples estados neurales, en un monismo que identifica ámbitos tan diferentes como el substrato biológico, con su propia psique cósmica (aquello que Jung llama psicoide) que se expresa en términos energéticos, y el juego histórico de la construcción social de la realidad, basada en la palabra y la imagen. De ahí que se intenten modificar los estados anímicos mediante la influencia biológica de carácter farmacológico, esto es, químico.
Junto a este aspecto conceptual, resultado del «desencantamiento del mundo» que produjo el sueño moderno, se encuentran los hechos que cotidianamente aparecen en los medios de comunicación: la depauperización progresiva y el victimismo que le sigue; el dominio de la violencia en todos los órdenes, de la convivencia a la política internacional, pasando por las formas de vida común y el entretenimiento; la intervención técnica sobre la naturaleza, que va desde la cirugía plástica al maltrato de la vida como máquina -las vacas locas, los organismos trasgénicos, la contaminación electro-magnética…-; la injusticia internacional, según la cual la vida personal adquiere diverso valor según se viva en un lugar u otro del mundo, en un estrato u otro de la sociedad; el dominio de la mentira, cuyo signo más evidente es el poder de la publicidad, fundamento teórico de los medios de comunicación… Fenómenos todos ellos que revelan un desprecio de Physis por parte de la razón instrumental. ¡Y creemos vivir en una sociedad materialista!
Se puede ver en ello una ocultación del espíritu. La reducción del espíritu objetivo, esa consciencia de la especie en su deambular de millones de años, a la noción de dinero, que determina como ningún otro elemento la marcha de las cosas, está dando lugar a un mundo en el que difícilmente se puede vivir sin angustia. Al reducirse la mayor parte de las decisiones a los criterios económicos el reino de la cantidad domina sobre el de la cualidad y la degradación se hace general, pues la «ética» del negocio lo corrompe todo. Sólo existe la mercancía y aquello que no puede intercambiarse económicamente deja progresivamente de existir.
El dominio de la economía y la razón instrumental que la sustenta obliga al alma a buscar la irracionalidad. Cómo entender si no la extensión de la prostitución, por ejemplo, en un mundo tan aparentemente abierto en estas cuestiones. O la demanda de los más mentirosos usos de las mancias que se anuncian en televisión. O la desorientación de las artes, abandonada toda noción de belleza para ofrecer casi exclusivamente un reflejo de la destrucción y el horror.
Ciertamente, ante la situación que dibujan los medios de comunicación de masas, la impotencia individual crece exponencialmente. Las guerras basadas en mentiras, la rapiña llevada a cabo por poderes omnímodos e indiscutibles, las legislaciones racionales con efectos irracionales, la creciente autocensura en los discursos, la definición espuria del enemigo, la presentación de las decisiones políticas individuales como hechos naturales ante los que toda resistencia sería inútil, la proliferación de las masas y de la vulgaridad y ordinariez como si fueran derechos políticos, la perversión de la democracia, la precarización del empleo y el abandono de la profesionalidad en el trabajo… Todos esos fenómenos que cobran carta de naturaleza en estas sociedades aparentemente sobreinformadas cuya atención es manipulada por doquier y para las cuales las imaginerías de un Huxley o un Orwell en sus fantasías de futuro han quedado obsoletas.
Si es cierta esta visión apocalíptica no es extraño que los particulares busquen el modo de reducir al máximo un sufrimiento generado sin descanso. En nuestra sociedad pueril, este sufrimiento intenta paliarse en primer lugar mediante el consumo compulsivo. Domina el tener sobre el ser y las categorías sociales se definen en función del tipo de consumo. Un consumo que valora menos la calidad del producto que su carácter de signo en la circulación económica. Al consumo como conducta social dominante se le añade la huida (la migración necesaria o los viajes para escapar de lo conocido), en un movimiento sin fin cuyos resultados se hacen cada vez más problemáticos (el turismo acaba deteriorando sus objetivos geográficos o culturales, la emigración desde los países destruidos a las orgullosas metrópolis crea problemas sociales sin cuento).
A estas huidas físicas les corresponden otros abandonos, como el del propio cuerpo, sujeto a jornadas laborales agotadoras, actividades de ocio arriesgadas, intoxicaciones varias sin más sentido que el escapismo, alimentación venenosa o trato agresivo. Un cuerpo que sigue dócilmente las órdenes desmesuradas de unas mentes alienadas en el discurso colectivo, según lo muestran los trastornos alimentarios o las agresiones médicas. Abandono también de la propia memoria, y de la familia, los amigos, los compañeros de trabajo. Abandono de los objetos, privados de alma.
Esta situación alimenta continuamente toda psicopatología. La psicopatía domina la conducta del común. El delirio paranoico sustituye al pensamiento, la histeria -esto es, la escisión- conforma las relaciones humanas cotidianas. La obsesión brota naturalmente de las informaciones temibles y de la falta de importancia personal. La fragmentación psíquica que acompaña a un yo demasiado débil se alimenta a través de la filmografía popular, dominada por la violencia y la crueldad.
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¿Cómo enfrenta la psicoterapia esta locura desatada? En primer lugar, aumentado su oferta hasta el ridículo. Se ofrecen transformaciones psicológicas en cómodos maratones de fin de semana. Abundan las recetas ilusorias en libros de autoayuda con tiradas inauditas. Cada día aparece un método novedoso presentado como panacea para toda complicación. Mientras, la química actúa inmisericorde ante cualquier conflicto personal.
Aparentemente hemos perdido la confianza en nosotros mismos. Como si la vida propia necesitara de expertos para orientarla de modo saludable. La desconexión con los instintos y con nuestra psique está en la base de esa dependencia hacia el experto, sujeto supuesto saber en las diversas áreas de la vida. El paciente trae a la consulta esta dependencia, presionado por las dificultades que experimenta para seguir viviendo. Será labor de la psicoterapia transformar esta dependencia en independencia, esa desorientación en orientación.
Aquí el peligro estriba en que el psicoterapeuta se crea en posesión de la verdad y considere que tiene la respuesta adecuada a los males que aquejan al paciente. Pues la labor a realizar en la pesada marcha de cualquier análisis es descubrir los poderes del paciente. Aunque por supuesto tenemos unos conocimientos vivenciales y técnicos que nos capacitan para atender las demandas del analizando, lo fundamental será que el paciente caiga en la cuenta de la dinámica psíquica de su vida más allá de lo que él cree su biografía.
Por nuestra parte, a pesar de toda la información de poseamos, de todas las capacidades que hayamos ido poniendo en juego en nuestra vida personal y profesional, hay una frustración básica en nuestro trato con el paciente. Un primer afluente de esta frustración estriba en la casi imposibilidad de establecer un conocimiento científico relativo a la psicoterapia. Es cierto que podemos apoyarnos en los conocimientos que van elaborándose en la marcha de esa ciencia de la psicología, tan pluriforme. Todos los psico-terapeutas experimentados han aconsejado dejar colgados esos conocimientos en el perchero al entrar en la sesión, pues pueden volverse en contra nuestra dentro de ella. Nuestros filtros conceptuales funcionan más bien como defensa ante la incertidumbre experimentada frente a los contenidos concretos que trae el paciente. Una teoría psicológica muy precisa funciona como lecho de Procusto para el paciente, siempre deseoso de aprender de nosotros lo que sólo puede aprender de sí mismo, de su psique, eso sí, en contacto con la nuestra. En lo que al profesional respecta, cualquiera tiene la experiencia de la brecha que hay entre estar en la sesión con el paciente, en esa articulación de psiques, y fuera de -la sesión, en nuestra unicidad o en el trabajo con un supervisor. Mientras con el paciente somos una parte de una globalidad, sujetos al juego transferencia/contratransferencia, sin el paciente recuperamos esa posición individual con la que captamos nuestra vida propia. Muchas veces podemos extrañarnos de lo que hemos dicho o hecho en la sesión, y tal vez fuera de ella difícilmente nos habríamos comportado como lo hemos hecho. ¿Se puede hacer ciencia empírica en estas condiciones?
Un segundo afluente de nuestra frustración de base es esa sospecha sobre el propio trabajo -afectado por nuestro inconsciente- y que los maestros en psicología profunda siempre han señalado para evitar el peligro de instaurar un poder sobre nuestro paciente, dispuesto la mayor parte de las veces de investirnos de ese poder del que ellos padecen la imaginaria carencia. Por eso se dice que el psicoanálisis no sirve a los paranoicos, siempre en la certidumbre de su delirio, ni a los llamados psicópatas, instalados en el presente impulsivo del cerebro reptiliano.
Un tercer afluente de nuestra frustración está motivado porque la marcha del análisis sigue el ritmo del paciente. Señalaba Jung que el análisis está marcado por los límites del terapeuta, que no puede ir con el paciente más que a donde él ha llegado. Creo que es el paciente -su inconsciente en cuanto a la dirección que sigue la cura, su consciente respecto a las resistencias- quien marca el ritmo de las transformaciones. Nuestros límites intervienen en la incapacidad de desempeñar el papel que exige la psique del paciente, eso que se llama contratransferencia.
Asumir esa frustración, ese dolor por nuestra impericia, nos permite sufrir con el paciente y descargarle en parte de ese lastre. La figura del sanador herido es la forma en la que podemos entrar en la danza psíquica, esa conjunción que quisiéramos interior al paciente pero que durante el tratamiento se hace exterior a él y nos compromete, más allá de nuestros deseos y nuestros miedos. La psicoterapia intenta transformar el sufrimiento del paciente en conocimiento de sí. Frente al dolor -somático, objetivable e incluso controlable- el sufrimiento debe toda su energía a la imaginación y a la significación. Eso le hace mucho más complejo que su doble somático, tan útil. Pero también más accesible a la palabra y al gesto.i
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El sufrimiento es uno de los modos más evidente de expresión del alma. El otro es el éxtasis. Entre estos dos polos podemos ver las evoluciones del alma en lo que toca al sentimiento, la comprensión, la hondura. El alma quiere vida sentida y materializa la vivencia en imagen. La comprensión de esa imagen compete más al espíritu, que puede relacionarla con los arquetipos que le dan su sentido. De ahí que el sufrimiento no pueda desaparecer, a pesar de todos los intentos culturales dedicados a ello, pero sí tener efectos positivos o negativos.
Del mismo modo que la locura muestra los límites de la cordura, a la que acompaña como su sombra, así el sufrimiento acompaña como opuesto al bienestar. Un polo apela al otro para darle su consistencia, para establecer su realidad. No sólo en lo relativo al individuo sino en la vida de las colectividades, como bien demuestran las confesiones religiosas y la vida política. Si aquéllas ofrecen sus diferentes vías para dar una formulación al sufrimiento que permita encontrar su sentido en el proceso de realización del designio divino (el acicate para Gotama Buddha, la muerte de Cristo, el desmembramiento de Dioniso o de Osiris, etc.), en el caso de la política es también el sufrimiento el origen de las formaciones estatales -el soberano como vínculo con el orden divino, el parlamento como la posibilidad de diálogo entre partes en conflicto, la vanguardia revolucionaria como ariete contra la opresión, etc. Es decir, el sufrimiento es el modo en el que se ofrece al individuo la realidad objetiva -aquella que se opone a nuestros sueños ilusorios- obligándole a erigir filosofías y técnicas, organizaciones y formas de vida, mitos, ritos y símbolos para encarar ese sufrimiento y transformarlo en conquista cultural.
Quiero decir que si la psicoterapia es el modo que a partir de la Ilustración europea sirve para encarar el sufrimiento y la locura, con la idea optimista de poder transformar mediante métodos psicológicos -sugestión o persuasión- los estados psíquicos invalidantes para el individuo y descubrir en ellos un núcleo de verdad que escapaba a su consciencia estrecha, la efervescencia de psicoterapias -sólidas o no, estructuradas o vagas, conductuales o anímicas- indica que vivimos en esa «era del alma» de la que hablaba Jung hace décadas. Un interés social por el descubrimiento de la interioridad en este mundo alienado en el objeto externo privado de alma. Puede intuirse que esta atención a la psique es una preparación para los nuevos desafíos del futuro, donde el realismo que encadena nuestra mirada se modifique al comprender que la realidad que experimentamos no es sino un recorte de lo Real desde nuestros presupuestos personal e históricamente determinados.
En este mundo de moral descreída, donde el sueño de la red que interconectaría a la humanidad con la totalidad de sus conocimientos se va realizando técnicamente, la psicoterapia ofrece una cuidadosa atención a la fuente individual de nuestra vida anímica, una lectura del sujeto real que anida en cada uno de nosotros para determinar nuestros significados y conductas. En ese sentido, frente a la tentación de una psicoterapia que aparta la mirada de la crueldad del mundo y carga los hombros del individuo con responsabilidades que no le atañen, la psicoterapia es a mi entender el lugar donde este individuo puede aguzar esta mirada para atravesar con su espíritu la trampa de las «diez mil cosas» que nos distraen y captar el sentido que anima esta trama al vislumbrar la belleza que ilumina el mundo.
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