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La educación emocional, contribución de la familia para formar personas resilientes.

La educación emocional, contribución de la familia para formar personas resilientes.

La educación emocional, contribución de la familia
para formar seres humanos resilientes.

Un capítulo de Sandra Patricia López de Arco y Nelly Lucía Villalobos Bohórquez.

Transcripción tomada del libro Familias Resilientes de María Stella Rodríguez Arenas
por: Roxana Villa Michel.
Un libro muy recomendable que te sugerimos leer.

(Te recordamos que Logoforo no vende libros. Solo los recomienda y los da a conocer.)

 

La familia como eje de la sociedad y espacio privilegiado para el desarrollo humano, donde a pesar de sus cambios y vicisitudes constituye el contexto fundamental para el desarrollo psicológico del individuo en sus dimensiones cognitivas y socioafectivas, en especial en o que tiene que ver con el desarrollo y fortalecimiento de la personalidad, es en ella particularmente donde se realizan los primeros aprendizajes emocionales básicos para poder relacionarnos con otros y poder llegar a establecer vínculos estables y satisfactorios a lo largo de la vida.

Por esta razón en este capítulo abordaremos cómo la educación emocional se desarrolla en el entorno familiar y es el lugar donde se inicia el desarrollo de las habilidades emocionales como: la conciencia de las propias emociones que nos motiven para lograr los objetivos propuestos, el desarrollar la empatía y las habilidades sociales para integrarnos a entornos sociales, las cuales pueden facilitar los procesos resilientes. Es importante aclarar cómo estas habilidades hacen parte de lo propuesto por Goleman en su libro La Inteligencia Emocional y cómo los padres deben ser modelos y promotores para que estas se desarrollen.

Es importante hacer referencia al concepto de resiliencia, es decir, la capacidad de sobreponernos ante la adversidad e incluso salir fortalecidos y transformados de ella, como lo expone Grotberg, citada por Piug y Rubio: “Capacidad del ser humano para hacer frente a las adversidades de la vida, superarlas e inclusive, ser transformados por ellas”. Este concepto ha sido estudiado por diversos autores, en diferentes momentos y lugares del mundo, coincidiendo en que como seres humanos todos tenemos la posibilidad de ser resilientes ante las adversidades de la vida. La adversidad, al igual que la felicidad, hace parte de la experiencia vital a lo largo de las trayectorias de la vida, siempre estará presente en nuestra vida.

Frente a las adversidades tenemos varios caminos para enfrentarlas, para algunos serán oportunidades de crecimiento y reconocimiento de capacidades y cualidades personales, para otros serán infortunios que minarán el optimismo y la esperanza de vivir, y otros quizá preferirán evadirlas e incluso negarse a aceptarlas a pesar del dolor que genera tener que pasar por ellas. Como vemos, ellas hacen parte de nuestra vida. Por esto nos surge la pregunta, ¿podemos prepararnos ante ellas? La respuesta es que, aunque no sabemos qué adversidades se nos van a presentar en nuestra vida, sí podemos contar con recursos personales, familiares y comunitarios que nos ayuden a sobrellevarlas y superarlas, por lo tanto, sí podemos llegar a tener una actitud resiliente, que nos facilite el tránsito a la superación de la misma. Y es allí donde la familia, y en especial las experiencias vinculares y afectivas, toman relevancia al nutrir y preparar al individuo para enfrentar y superar las situaciones difíciles.

Es en la familia donde se realizan los primeros aprendizajes que inciden en la formación de nuestro autoconcepto, que consiste en construir “la imagen que tenemos de nosotros mismos y se refiere al conjunto de características o atributos que utilizamos para definirnos como individuos y diferenciarnos de los demás. El autoconcepto se relaciona con los aspectos cognitivos del sistema del yo e integra el conocimiento que cada persona tiene de sí misma como ser único”, Palacios, Marchesi y Coll. Desarrollo psicológico y educación. De la misma manera la autoestima se constituye en un pilar en el proceso de ser resiliente, ya que nos permite identificar nuestras fortalezas y debilidades, evaluar y valorar nuestro propio potencial de superación y posibilita enfrentar y resistir las presiones de la vida de forma más proactiva. Como más bien lo expone Simpson, María Gabriela, La resiliencia en el aula, un camino posible: “La autoestima es el rasgo distintivo del ser humano: la conciencia de sí mismo, la capacidad de establecer su identidad y otorgarle un valor”. La autora señala cómo este rasgo no es innato, si no que es producto de la retroalimentación constante entre el medio y las experiencias vividas. Y es precisamente el contexto familiar uno de los más influyentes en su desarrollo. Las experiencias vividas en el entorno familiar envían mensajes de aceptación o rechazo de las personas que son significativas para el niño. Por consiguiente, es en la familia dónde aprendemos a relacionarnos, conocernos, reconocer y valorar al otro como diferente, y adquirimos muchos otros aprendizajes que son vitales para la vid

Desarrollo de habilidades emocionales en el contexto familiar.

Las habilidades emocionales se aprenden y se pueden desarrollar a lo largo de la vida, siendo el periodo más propicio para ello la infancia y las experiencias vinculares que se establecen en la familia donde se deben dar las pautas para este desarrollo. Empezaremos describiendo cada una de estas habilidades y su importancia para fortalecer la autoestima y hacer frente a los avatares de la vida.

Autoconciencia.

Desde la inteligencia emocional, la autoconciencia es la habilidad pilar para el desarrollo de las demás habilidades emocionales como son el autocontrol, la automotivación, la empatía y las habilidades sociales. La autoconciencia implica reconocer e identificar nuestras propias emociones, darles un nombre para poder apropiarnos de ellas, saber cómo nos afectan y poder evaluar su intensidad frente a los eventos que las suscitan.

Para entender su desarrollo nos remitimos a los primeros meses de vida. El bebé emite señales emocionales que tienen un valor comunicativo así gracias a ellas el bebé logra expresar sus estados internos, inicialmente a través del llanto con el cual puede manifestar hambre, dolor, o si necesita compañía, etc. Si la madre o el cuidador saben atender amorosamente al llamado del bebé, esta disposición alienta en el niño la expresión de lo que siente. Posteriormente con la adquisición del lenguaje, el niño podrá ser más explícito al expresar sus emociones, y son los padres quienes en su interacción pueden favorecer la expresión emocional y la identificación de sus estados emocionales con su comportamiento hacia el niño, haciendo también explícitas sus propias emociones. Es de anotar que la expresión emocional de los niños depende de los padres o cuidadores, como lo expone Palacios “[…] depende estrechamente del nivel de expresividad emocional de los padres y de la exposición a diferentes emociones e intensidades emocionales en el contexto familiar”, por ejemplo, la expresión de alegría en los niños depende de la frecuencia e intensidad con que los cuidadores la expresan. También alentando al niño a dar un nombre a lo que siente.

Estos primeros aprendizajes emocionales facilitan conocer cómo me siento, qué siento, cómo lo siento y ante qué lo siento, lo que más adelante facilitará la capacidad de apropiarse de sus estados emocionales para darles una dirección y manejo más positivos.

Autocontrol.

Continuando con la segunda habilidad de la inteligencia emocional, el autocontrol se entiende como la habilidad para ejercer dominio sobre las propias emociones, pensamientos y comportamientos que estas generan. Tiene que ver también con la capacidad de adecuar las emociones al momento y las circunstancias; por tanto, tener dominio sobre uno mismo, aprender a controlar los impulsos es fundamental para afrontar cada momento de la vida con mayor serenidad y eficacia.

Esta habilidad se desarrolla en la niñez y son los padres y cuidadores quienes con si ejemplo y comportamiento sirven de modelo para observar el manejo adecuado o inadecuado de las emociones. Son ellos quienes, si han desarrollado una buena capacidad de autorregulación, brindan relaciones afectuosas, seguras y estables que promueven en los niños el desarrollo gradual de esta habilidad. En caso contrario, cuando los niños tienen que soportar malos tratos, abusos y negligencia por parte de los adultos que los cuidan, experimentan emociones como vergüenza, miedo, rabia y no tienen el referente necesario para poder enfrentar y manejar estas emociones de forma constructiva, lo que en ocasiones puede desencadenar comportamientos que pueden llegar a ser perjudiciales para su ajuste social.

El autocontrol es una habilidad que se va aprendiendo gradualmente durante las primeras etapas de la vida, es así como lo señala Palacios con relación a la influencia de los padres en este proceso:

En el modo en que los padres educan emocionalmente a sus hijos subyace su propia filosofía sobre las emociones y su expresión. Los padres que consideran que los niños no tienen motivos para sentir tristeza, cólera o miedo y que estas emociones son un modo de llamar la atención o de manipulación o que reflejan mal carácter o debilidad, tienden a ridiculizar, minimizar o castigar su expresión, bloqueando el desarrollo de estrategias de regulación. Tampoco contribuyen al desarrollo de la regulación emocional la intervención de aquellos padres que aceptan incondicionalmente las emociones del niño y piensan que hay poco o nada que hacer con las emociones negativas, salvo liberarlas, manteniendo una actitud laissez faire sin marcar límites a la expresión emocional.

Los padres que valoran la importancia de las emociones en su hijo le ayudan a identificar sus emociones y a nombrarlas, al igual que le ayudan a su hijo a encontrar formas más aceptables y positivas de expresarlas y a poner en práctica estrategias para regular sus estados internos, lo que fortalece su autoestima y desarrollo emocional.

Automotivación.

Esta habilidad tiene que ver con generar estados emocionales que lleven al entusiasmo e interés necesarios para el logro de una meta u objetivo. Según Goleman es denominada como “la aptitud magistral” que facilita canalizar las emociones hacia un fin productivo. “Controlar el impulso y postergar la gratificación, regular nuestros estados de ánimo para que faciliten el pensamiento en lugar de impedirlo, motivarnos para poder persistir y seguir intentándolo a pesar de los contratiempos”.

Para Goleman la automotivación va acompañada de dos aspectos fundamentales para el éxito en la vida, como lo son el optimismo y la esperanza. El optimismo, entendido como la actitud que evita que la gente caiga en apatía, la desesperanza o la depresión ante la adversidad, desde luego basada en posibilidades realistas. Por otro lado, es la esperanza, definida por Snyder, citado por Goleman, como “creer que uno tiene la voluntad y también los medios para alcanzar sus objetivos, sean estos cuales fueran”.

De ahí la importancia de fomentar la automotivación desde la infancia, siendo los padres quienes tienen la labor de estimularla y hacerle ver a los niños que la motivación debe provenir de ellos mismos, más que de estímulos externos; o sea desarrollar la motivación intrínseca. Una forma de lograrlo es delegando algunas tareas que los niños estén en capacidad de realizar, como recoger sus juguetes y organizarlos, tender su cama, etc., lo que fomenta la autonomía y la confianza en sí mismos al sentirse capaces de realizar las actividades encomendadas. Son pequeñas metas que pueden lograr incitándolos a alcanzar sus propios objetivos y experimentando satisfacción al hacerlo.

Otra forma de que estimula la automotivación es reconocerles y valorarles sus aciertos y logros, pues es una forma de decirles que se confía en ellos y en su capacidad. Los niños se sienten más motivados si confían en ellos, esto fortalece su autoestima y sus creencias de autoeficacia, lo que les da la fuerza para encontrar por sí mismos solución a sus problemas y enfrentarse a situaciones nuevas.

Empatía.

La empatía tiene que ver con la capacidad de reconocer las emociones en el otro, de ponerse en sus zapatos y entender sus emociones y pensamientos. La empatía inicia su desarrollo desde muy temprana edad. Los bebés recién nacidos reaccionan ante el llanto de otro bebé, lo que no se produce de la misma manera ante la grabación del propio llanto, y progresivamente son capaces de interpretar las expresiones emocionales de los demás. Hacia los dos años de edad los niños emiten respuestas empáticas acompañadas de actitudes de consolación a otros. Estas respuestas están relacionadas con la relación de apego que han establecido con sus padres y cuidadores, quienes les brindan la oportunidad para su desarrollo. Gracias a las interacciones con estos, los niños aprenden a interpretar, modular sus estados afectivos, expresar y compartir emociones. Es en el contexto familiar donde desde bebés las experiencias de ser atendidos con interés y amor crean un vínculo de seguridad y confianza, de confiar en que sus necesidades serán atendidas, lo que determinará sus reacciones futuras frente a las necesidades y emociones del otro.

El desarrollo de la empatía permite a futuro entender al otro, comprenderlo, llegar a acuerdos, conectarnos con ellos; además. Al ser empáticos somo capaces de condolernos con su dolor y sufrimiento, pudiendo así desarrollar comportamientos prosociales que contribuyan a su bienestar.

Podemos decir, como bien lo expresa Martin Hoffman, investigador de la empatía, citado por Goleman, que las raíces de la moralidad se encuentran en la empatía, teniendo en cuenta que empatizar con las víctimas en potencia, que sufren un dolor, un peligro o una privación, por ejemplo, mueve a las personas a ayudarlas. Este comportamiento y la posibilidad de ponerse en el lugar del otro llevan a seguir determinando principios morales.

En la niñez los padres fomentan la empatía al ser modelos que los niños observan u siguen en sus relaciones con otros. Cuando los padres escuchan y valoran las emociones de sus hijos, siendo empáticos con ellos, les ayudan a reconocer sus propias emociones, lo que les permite reconocerlas en las relaciones con otros.

Habilidades sociales.

Las habilidades sociales tienen que ver con los procesos de socialización e interacción al contexto social, desarrollarlas favorece el ajuste social y la posibilidad de crear y mantener nuevas redes de apoyo afectivo diferentes a la familia, tan importantes en momentos de dificultades. Tener a quién recurrir, quién nos escuche, quién nos guíe cambia el panorama del sufrimiento y el dolor que atravesamos en un momento dado de la vida.

Estas habilidades se van aprendiendo desde el hogar y son los padres en especial quienes inicialmente les facilitarán estos aprendizajes a sus hijos a través de su comportamiento, dando indicaciones de cómo deben comportarse en determinadas situaciones sociales y al expresar sus emociones.

Las habilidades sociales se adquieren a través del aprendizaje y se van fortaleciendo en el transcurso de la vida en las interacciones con otros. Incluyen conductas verbales y no verbales. Se adquieren mediante varios mecanismos básicos del aprendizaje como el reforzamiento positivo directo, el modelado o aprendizajes observacionales, el feedback y el desarrollo de expectativas cognitivas con respecto a las situaciones interpersonales.

Los niños y niñas desde una edad muy temprana comienzan a ensayar las conductas sociales, aprenden por lo que ven de las personas que son importantes para ellos, imitándolos tanto en sus comportamientos como en su manera de interpretar las situaciones y en la expresión de sus emociones.

Es muy importante que los padres ayuden a desarrollar y fortalecer las habilidades sociales en sus hijos, ya que estas habilidades contribuyen a la eficacia en el trato con los demás, además el desarrollarlas facilita la interpretación de reacciones y sentimientos, resolver las diferencias con otros, comunicar las ideas y sentimientos de manera asertiva, en fin, poder convivir con otros de manera armónica y productiva.

La importancia de la educación emocional por parte de la familia para formar seres humanos resilientes, nos lleva a preguntarnos: ¿Qué características tienen las familias resilientes? ¿Qué hacen estas familias intencionalmente o no para fortalecer la educación emocional de sus hijos? ¿Qué lleva a que algunas familias a pesar de la adversidad sean resilientes y a su vez formen hijos e hijas resilientes, preparándolos para afrontar la adversidad, salir fortalecidos y aprender de esta(s) experiencia(s)?

La familia resiliente.

Al evidenciar la importancia de la educación emocional por parte de la familia, se hace necesario comprender cómo deberían funcionar y propiciar factores protectores que contribuyan al desarrollo integral del ser humano, en especial la formación afectiva, de tal manera que sus miembros logren desarrollar habilidades emocionales que les ayuden a enfrentarse a situaciones de adversidad.

En la actualidad las familias y sus miembros están experimentando cambios en su composición y dinámicas, bien sea por factores internos, así como externos, que hacen que tengan que ajustarse para sobrevivir y evitar descomponerse. Pero también hemos observado cómo aquellas que no logran manejar la adversidad o situaciones de crisis, llegan a una ruptura de los lazos afectivos y sociales, generando en ocasiones problemas de salud mental: suicidios, depresión, esquizofrenia, desórdenes alimentarios, etc., y/o descomposición social: homicidios, delincuencia, drogadicción, entre otros. Como lo expresó con preocupación Sabogal, citado por Ospina, en su condición de presidente de la Asociación Colombiana para la Salud Mental: “La enfermedad mental es más frecuente en personas solas, sin familia, en hijos de padres separados, adultos divorciados o viudos. En personas que viven en otra ciudad lejos de sus familias, pues no cuentan con esa red de apoyo que les permita prevenirla. Por esa razón, la enfermedad mental es más frecuente en ciudades grandes”.

Lo anterior se refleja en hechos preocupantes que están sucediendo en nuestro país, cuando vemos cómo cada día aparecen noticias en los medios de comunicación donde padres se maltratan entre sí o padres abusan física o psicológicamente de sus hijos, o hijos que cometen parricidios, en muchas ocasiones “justificados por los causantes” porque en la familia en la cual se debe de tener el lugar seguro y de protección, no lo brindó y generó sentimientos y conductas dañinas que acabaron volviéndose contra sus propios progenitores. Por eso al generar procesos resilientes se puede llevar a fortalecer a las familias y, por ende, a sus miembros para que aprendan a superar estas situaciones de manera adecuada y salgan fortalecidos de ellas, como lo hemos venido presentando a través de lograr el desarrollo de habilidades emocionales.

Si es así, lo anterior hace ver la importancia de trabajar al interior de la familia pues esta juega un papel esencial para ayudar a disminuir la aparición de enfermedades mentales y, por consiguiente, situaciones sociales que enfermen a un país. Con los cambios que se han venido presentando surge la pregunta: ¿Qué es la familia y qué papel cumple en el desarrollo psicológico del individuo?, pues este quehacer de familia se ha ido transformando en la medida que han ido surgiendo nuevas formas de emparentarse. Según De la Concha, quien cita el Artículo 16, apartado 3, de la Declaración Universal de Derechos Humanos, 2la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y tiene derecho a la protección de la sociedad y del Estado”. Para el Instituto Iberoamericano del niño, la niña y el adolescente (INN), pertenece a La Organización de Estados Americanos (OEA), la familia viene a ser “un conjunto de personas que viven bajo el mismo techo, organizadas en roles fijos (padre, madre, hermanos, etc.) con vínculos consanguíneos o no, con un modo de existencia económica y social comunes, con sentimientos afectivos que los unen y aglutinan”. Lo importante en estas declaraciones de “Derecho a…” es que se puedan cumplir al interior de la familia y que se generen políticas públicas que las respalden y propicien su cumplimiento, pues es en estas donde debe darse ese espacio para la socialización del individuo, el desarrollo del afecto y la satisfacción no solo de sus necesidades básicas (alimento, vestido, salud) sino las de seguridad afectiva y social.

Consuegra desde el marco de la Psicología social, hace ver que la familia viene a ser catalogada como un grupo regido por el espacio y el tiempo que comparten sus miembros y por los vínculos de parentesco que se establecen entre sí, donde se espera que sea el sostén de la organización social y la unidad primaria de interacción, producto del inter-juego de roles diferenciados que se dan entre sus miembros, y se construya en un instrumento socializador, donde el sujeto adquiere su identidad, su posición individual dentro de la red interaccional al proveerle bases para lograr una adaptación activa a la realidad en la que él/ella se modifica y modifica al medio.

Para Papalia, la familia se ha ido transformando y asumiendo características diferentes, de manera que puede estar conformada también por un solo padre, papá o mamá, y sus hijos (familia monoparental) o por la unión de padres que han tenido una convivencia previa o han tenido hijos con otras parejas y deciden unirse para formar una nueva familia. También esta puede estar compuesta por el conjunto de ascendientes, descendientes de sangre o legal (familia extendida), que al convivir bajo el mismo techo o relacionándose de forma más cercana, puede llevar a que la dinámica en la familia cambie y sea necesario ajustarse a la exigencia de sus miembros y al medio.

La psicología infantil Malde (s.f.) plantea que la familia viene a ser “la unión de personas que comparten un proyecto vital de existencia en común que se supone duradero, en el que se generan fuertes sentimientos de pertenencia a dicho grupo, en el cual existe un compromiso personal entre miembros y se establecen intensas relaciones de intimidad, reciprocidad y dependencia”. Visto de esta manera la familia debe ser el principal grupo de apoyo y de sostenimiento con el que sus miembros deben contar desde el momento en que se nace y/o se hace miembro de la familia, como es el caso de los hijos adoptados, pues es desde aquí donde debe iniciarse la formación del apego, esperando que sea el apego seguro como lo plantea el psicólogo Bowlby y le permita desarrollar en el niño un concepto positivo y confiado de sí mismo y pueda generar relaciones más estables, satisfactorias e integradoras para que al involucrarse en la sociedad pueda participar en esta de manera adecuada, ayudando a su desarrollo. Es en el grupo familiar donde sus miembros deben asegurar la supervivencia, el crecimiento y la socialización en las conductas básicas de comunicación, diálogo y simbolización. Es ella y no otra, la encargada de aportar a sus hijos un clima de afecto y apoyo sin los cuales el desarrollo psicológico sano no sería posible, por lo tanto, es la encargada de aportar a los hijos la vinculación necesaria para relacionarse de una forma competente con su entorno físico y social y la que debe ayudarle a tomar decisiones con respecto al involucramiento de otras instancias que le ayuden a la familia en la tarea de educación del sujeto.

Por eso se hace necesario analizar el funcionamiento familiar debido a que a medida que las personas cambian y evolucionan, también se está transformando su familia de origen y las determinaciones socioculturales de esta implican que su evolución no tenga características universales, sino que dependa de las exigencias sociales y de la estructura adaptativa de cada familia, frente al estrés normal, cotidiano y tolerable en la sociedad moderna y a su propio desarrollo, como lo plantea Quintero. Para la autora es entendible que toda familia atraviese en los diferentes momentos de su ciclo vital de desarrollo por cambios, transformaciones vitales, que pueden ser favorables o desfavorables al sistema familiar o a sus subsistemas. De ahí su denominación de crisis vitales, de maduración, de desarrollo, transicionales o normativas, que deben darse de manera natural. Sin embargo, las familias también pueden estar expuestas a cambios repentinos de alguno de sus miembros, pérdida del empleo, hechos de violencia, como lo que ha acontecido en la última década, lo que hace que la familia deba utilizar herramientas psicológicas que tenga o le provean, así como redes de apoyo que le ayuden a enfrentarse a estas situaciones adversas e inesperadas, de tal manera que favorezcan un mejor afrontamiento y superación, lo que se ha denominado resiliencia familiar.

Para Walsh, la resiliencia familiar se refiere a “aquellos procesos de superación y adaptación que tienen lugar en la familia como unidad funcional, en donde esta procura identificar y destacar ciertos procesos interaccionales esenciales que les permiten soportar y salir airosas de los desafíos vitales disociadores”. Por su parte, Delage define la resiliencia familiar como “la capacidad desarrollada en una familia, sacudida fuertemente por una desgracia, para sostener y ayudar a uno o varios de sus miembros, víctimas directas de circunstancias difíciles, a construir una vida rica y plena de realización para cada uno de los integrantes a pesar de la situación adversa a la que se ha sometido el conjunto”. De esta manera podemos observar cómo la misma familia, con sus integrantes, saca a relucir aquellos recursos internos que han venido construyendo desde su conformación familiar y que en el momento de la crisis los impulsan a mantenerse y salir adelante.

Es importante reconocer que no hay familias perfectas porque sus miembros no lo son, también se sabe de familias que han sido sometidas, brutal y duramente, a la adversidad, como consecuencia de un acontecimiento exterior a ellos que afecta su organización y su funcionamiento familiar, llevando a preguntarse: ¿Podrá una familia conmocionada por un drama que ha afectado a uno o varios miembros, en su condición de grupo unido por vínculos afectivos, socorrer a sus víctimas’ Y de ser así, ¿cómo hacerlo?”. Según Hernández, en las crisis, la familia pasa por dos fases: La primera: fase de ajuste, caracterizada por un periodo relativamente estable, donde solo se presentan cambios menores, como un intento de la familia por afrontar las demandas con capacidades existentes, sin embargo, si estas exceden dichas capacidades, surge la crisis o estado de desequilibrio y la segunda: fase de adaptación, donde la familia intenta recuperar el equilibrio, adquiriendo nuevos recursos, desarrollando nuevas conductas de afrontamiento, reduciendo las demandas y cambiando la visión de la situación. Esta fase se relaciona con los procesos resilientes que permiten a través de las crisis, resignificar las experiencias para salir fortalecidos de ellas.

Podemos observar en la cotidianidad cómo algunas familias conmocionadas o afectadas por situaciones adversas han logrado ayudar a sus miembros utilizando recursos internos, propios de su dinámica familiar o externos provenientes de sus redes de apoyo, en donde en ocasiones han sido conscientes de la manera de utilizarlo, pero en otras ocasiones las han utilizado sin ser conscientes. Al rememorar sus historias familiares se sorprenden al ver la manera como salieron adelante y llegan a reconocer los que les han permitido este proceso y sentirse satisfecha con lo alcanzado.

Factores involucrados en la resiliencia familiar.

La resiliencia familiar requiere ser entendida dese la mirada de varios autores que han ido identificando los factores protectores o mediadores entre la adversidad y la adaptación familiar, encontrando cómo la cohesión familiar, la comunicación o el apoyo social son fundamentales para que este proceso se dé al interior de las familias (Patterson, 2002, citado por Villacieros, 2017).

Walsh encontró que hay tres mecanismos de adaptación exitosa ante el trauma, como son: 1) Los sistemas de creencias, 2) los patrones de organización familiar y 3) La comunicación familiar y las estrategias de solución de problemas. También se debe tener en cuenta las redes de apoyo social comunitarias y los recursos económicos e institucionales que apoyan a las familias, que han sido planteados por otros autores, entre ellos: López, 2008; Hernández y Pozo, 2004; Hbofoll, 2011; Guribye, 2011; Horn, 2009, citados por Villaveces, 2017, pero que no citaremos en este capítulo.

A continuación, abordaremos cada uno de estos mecanismos de adaptación para tener una visión más clara de la resiliencia familiar y los aspectos que se hacen necesarios fortalecer y apoyar día a día en los entornos familiares.

1.Sistema de creencias.

Para Walsh, el sistema de creencias compartidas en la familia, fruto de una construcción dada por la interacción de sus miembros, es esencial, pues en el momento de la crisis, estas actuarán como los lentes a través de los cuales se ha visualizado el mundo en el transcurso de la vida, incidiendo en lo que la persona ve o no ve, y lo que hace con sus propias percepciones. Estas le han venido ayudando a definir su propia realidad, formando sus valores, convicciones, actitudes, tendencias y supuestos, que unidas al conjunto de premisas básicas familiares, desencadenan reacciones emocionales, determinan decisiones y orientan cursos de acción en la familia. Wright, Watson y Bell (1996, p. 81) citados por Walsh, consideran que las creencias pueden ser facilitadoras y aumentar la cantidad de opciones para la resolución de problemas, la sanación y el crecimiento, mientras que las creencias limitantes perpetúan los problemas y restringen las opciones.

Las creencias facilitadoras pueden organizarse en tres áreas: en la primera aparece la capacidad de conferir un sentido a la adversidad, en la segunda se da una perspectiva positiva que reafirme los puntos fuertes y las posibilidades, y en tercera, aparecen las creencias trascendentales en la búsqueda de valores, finalidades, así como de consuelo.

Capacidad de conferir un sentido a la adversidad.

Es importante resaltar cómo en esta creencia, la capacidad de la familia la debe llevar a elaborar la situación de manera compartida, que involucre a todos sus miembros, con un discurso que refleje esperanza, posibilidades de aprendizaje, confianza de los unos entre otros y donde el sentido del trauma dependerá en gran medida de cómo se haga la evaluación del mismo. Lo que se ha encontrado es que las familias que comparten una fuerte creencia en ver que no están solas y que pueden hacer algo más que sufrir, generan la convicción de que las personas no prosperan en vacío interpersonal, pues las necesidades humanas se satisfacen en las relaciones. Podríamos decir que “familia que permanece unida no será vencida”. Por esto al surgir la crisis se asume como un desafío compartido o de todos, que debe ser afrontado de manera conjunta, lo cual fortalece dichas relaciones. De la misma manera la familia debe generar un fuerte sentimiento de confianza, donde sus miembros mantengan la lealtad y la fe mutua, así como la posibilidad de darse una construcción compartida de las experiencias críticas vividas por la familia. Esta experiencia puede contribuir a la resiliencia, a lograr esclarecer y dotar de sentido la situación para sobrellevarla y dar una nueva visión y una nueva finalidad a la propia vida, lo cual debe ir acompañado de un fuerte sentido de coherencia, que implica confianza en la capacidad de esclarecer la naturaleza de los problemas y la forma como se contribuya significativamente al bienestar físico, la salud mental y la calidad de la vida de los miembros.

Enfoque positivo para superar la adversidad.

Cuando surge una situación adversa, el panorama se torna gris y desesperanzador; en ocasiones no se ve la salida, pero si la familia cuenta entre sus recursos con la esperanza, la perseverancia y el optimismo, será menos difícil soportar la adversidad y recuperarse de ella. Pero ¿qué hace a la creencia de esperanza, un factor facilitador? Al ser esta una creencia orientada hacia el futuro, hace que, aunque el presente sea poco prometedor, el futuro se visualice como mejor y de alguna manera se tenga la fe de que las cosas pueden mejorar o que después de la tempestad viene la calma y que lo que se vive es pasajero, pero hay que vivir para aprender. Aquí surge el concepto propuesto por Walsh, acerca del optimismo realista, el cual tiene un sentido agudo de la realidad, pero sin caer en pesimismo, y alienta la esperanza. Junto con las ilusiones positivas funciona como un amortiguador ante el estrés excesivo y promueven como un mecanismo de defensa la salud mental. Se ha comprobado que las familias muy funcionales adhieren a una visión de la vida más optimista que pesimista, demuestran una confianza férrea compartida cuando atraviesan una experiencia difícil y piensan: “Siempre creímos que saldríamos adelante”. Esta convicción y la incesante búsqueda de soluciones, llamada perseverancia, alimentan el optimismo y hacen de los miembros de la familia, participantes activos en el proceso de resolución del problema.

Por último, el recurrir al humor, es un recurso muy valioso para luchar contra la adversidad, debido a que este ayuda a sus miembros a enfrentar situaciones difíciles, reducir tensiones y aceptar sus propias limitaciones.

Sentido de trascendencia, espiritualidad y transformación.

Para Walsh, estas creencias trascendentales nos permiten ver la vida de manera diferente; en ocasiones con mayor claridad y menos perturbadora, al ofrecer consuelo en la aflicción. La familia necesita contar con un sistema de valores y creencias que trasciendan los límites de su propia experiencia y conocimientos, de tal manera que ayude a sus miembros a visualizar su realidad particular, dolorosa, incierta y alarmante, desde una perspectiva que otorgue algún sentido a los acontecimientos y alimente la esperanza.

Por eso la espiritualidad es necesaria, porque “nos conecta con todo lo existente e implica un compromiso activo con valores internos que dan una idea de significado, integridad personal u conexión con otros. La espiritualidad puede experimentarse dentro o fuera de un marco religioso formal”, según lo expuesto por Griffith y Griffith (1998). Werner y Smith (1992), citados por Walsh, quienes comprobaron que un compromiso espiritual significativo era muy importante en la resiliencia a largo plazo, porque la fe es un sostén muy importante en momentos difíciles de la vida.

Para que la familia siga transformándose y fortaleciéndose, requiere que haya aprendizaje y crecimiento a partir de la adversidad. La resiliencia se fomenta cuando las penas, la tragedia, el fracaso o la decepción también pueden considerarse instructivos y servir de motor al cambio y al crecimiento, pues a medida que los sucesos se asimilan, pueden llegar a considerárselos como el inicio de una nueva etapa de la vida o nuevas oportunidades de cambio.

2. Patrones de organización familiar.

Delage, menciona entre los factores de protección familiar encontrados en familias resilientes; la flexibilidad y adaptación, la cohesión de las relaciones, un posicionamiento claro de cada miembro en el orden de los sexos y de las generaciones, un sentimiento de pertenencia suficientemente desarrollada, venciendo el aislamiento y la preocupación por preservar generaciones futuras y a los ascendientes. Es en la familia donde los niños necesitan sentirse seguros a través de una organización o liderazgo claro dado por esta. En concreto, las familias que han pasado por hechos traumáticos necesitan dar estabilidad y seguridad a sus miembros, de que a pesar de lo ocurrido las reglas, roles y límites familiares van a seguir igual y al mismo tiempo tener límites, relaciones y reglas flexibles para que cada individuo pueda diferenciarse y hacer su propio proceso de superación.

3. La comunicación familiar y las estrategias de solución de problemas.

La comunicación familiar es un factor de resiliencia familiar que se compone de claridad, expresión emocional sincera y resolución cooperativa de problemas. Por eso la familia requiere poseer o desarrollar una capacidad empática, que permita comprender las necesidades de sus hijos y responder de manera adecuada a estas. A su vez brindar una comunicación clara y sincera donde lo expresado tenga coherencia entre lo verbal y lo no verbal. Por su parte, la expresión emocional sincera se refiere a la posibilidad de expresar abiertamente sentimientos sinceros de todo tipo.

Se ha encontrado que las familias funcionales se caracterizan por una expresión emocional más cálida u en las crisis a menudo, pueden utilizar estos recursos y revitalizar los lazos y sentimientos de aflicción.

También requieren poder resolver sus conflictos, donde se evidencie una resolución cooperativa con un liderazgo compartido de los padres, como constructores de la familia que permitan dar estabilidad a los hijos, de ahí el apoyo mutuo que se requiere en la resolución de conflictos. Si la familia no trabaja en pro de su bienestar y de los miembros es imposible que pueda sobreponerse en momentos de adversidad que pueda sobreponerse en momentos de adversidad que la desajustarán y posiblemente la destruirán. Está en sus miembros tomar consciencia de ello, en especial de los padres, que como adultos deben brindar factores protectores y si no los tienen construirlos en bien de todos.

Si en la familia el niño no logra tener claridad en este sistema de creencias, en sus patrones de organización familiar y en una comunicación familiar clara que le dé herramientas para la solución de problemas, esto contribuirá a que él pueda expresar sus emociones con libertad y al hacerlo sentirse respaldado, cuidado y protegido, lo que fortalecerá su autoestima, su automotivación y el desarrollo de habilidades sociales que le contribuyan a enfrentarse a situaciones de adversidad o crisis y a buscar consuelo cuando lo requiera.

La familia como tutora de resiliencia en la formación de seres humanos.

Hemos venido hablando de las características de familias resilientes, encontrando cómo ellas deben ser la principal fuente de factores protectores que ayuden a preparas a sus miembros a enfrentar las adversidades cuando surjan y salgan fortalecidos de estas, y lleguen a constituirse en promotores o tutores de resiliencia, de tal manera que permitan su crecimiento y sanidad integral como familia y puedan cumplir con lo planteado desde la psicología y desde la legislación, asumiendo aquellas funciones y roles con las que se ha definido debe ser, al brindar protección, cuidado y consuelo, no solo en momentos de profunda adversidad sino como una red de apoyo para prevenir enfermedades mentales y desajustes sociales.

Cyrulnik, citado por Puig y Rubio, plantea que “un tutor de resiliencia es alguien, una persona, un lugar, un acontecimiento, una obra de arte que provoca un renacer del desarrollo psicológico tras el trauma. Casi siempre se trata de un adulto que encuentra al niño y que asume para él el significado de un modelo de identidad, el viaje de su existencia. No se trata necesariamente de un profesional. Un encuentro significativo puede ser suficiente”. Por lo general, es una persona que nos acompaña de manera incondicional, convirtiéndose en un sostén, administrando confianza e independencia por igual, a lo largo del proceso de resiliencia.

Los tutores de resiliencia sean visibles o invisibles son una fuente de apoyo en los niños que han sido vulnerados, pero de igual manera pueden promover características resilientes en niños que no han tenido situaciones de riesgo y de este modo generar junto a ellos características resilientes que les permitan afrontar de una mejor manera los futuros riesgos o situaciones en las cuales se vuelvan vulnerables. Pero para ejercer este rol, el compromiso y la vinculación juegan un papel importante porque los seres humanos estamos diseñados para vincularnos. Además, hoy en día la investigación ha ayudado a comprender que los comportamientos que los comportamientos humanos naturales están gobernados por conductas cooperativas, en las que asociarse con el otro resulta adaptativo. Por eso no es necesario hacer nada extraordinario para crear el marco de esta relación. Lo importante es: estar presente y disponibles en los momentos de crisis, mostrar afecto y estar en disposición de recibirlo y compartir los momentos. Las personas necesitan sentirse apoyadas y amadas.

Por eso la familia debería actuar como un tutor de resiliencia desde temprana edad, sin que esto impida que se pueda hacer en cualquier momento del ciclo vital. Según Simpson, para ser verdaderos tutores generadores de resiliencia, se tienen que poseer tres cualidades fundamentales:

 

  • Amor incondicional: que implica amar a la persona plenamente, sanamente, sin condiciones o restricciones, estando disponibles para sus miembros.
  • Presencia: donde los padres tienen que estar “presentes”, activa, real y concretamente en la vida del niño, haciéndose parte de la misma e interactuando constantemente con él.
  • Plasticidad: a través de la cual los padres deben poseer la capacidad de adaptación a situaciones nuevas y cambiantes, sobre todo en los momentos difíciles donde el mundo actual está exigiendo cambios acelerados y bruscos.

Como conclusión y después de haber reflexionado sobre este tema, hay que construir familia, no perfectas porque no las hay, pero sí con la voluntad de relacionarnos y en esas relaciones aprender a vincularnos, fortalecernos unos a otros y perdonarnos unos a otros para continuar y evitar la destrucción de esta.

Se requiere de padres que se atrevan a amar y soñar, y en esos sueños criar hijos con amo, con límites claros, poniéndose en el lugar de él/ella y ayudándolos en su caminar a ir afrontando los cambios con tenacidad y encontrando el sentido de vida, aquello que le dé propósito a su existencia y valor a la existencia de otros.

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