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Neurosis de Orientación y Sentido: Por un trabajo conjunto entre Terapia de imperfección y Logoterapia

Por Dr. Ricardo Peter

“La vuelta a sí mismo se convierte en un rodeo interminable”.

(E.Lévinas).

La Logoterapia ha destacado en el ámbito psiquiátrico por su consideración antropológica abierta a la dimensión personal-espiritual del hombre. Es conocido el origen bíblico, concretamente del judaísmo tardío, de esta consideración, donde el hombre entero es concebido de manera tripartita, es decir, además del cuerpo y del alma, se le asigna un elemento espiritual.

Especialmente en la visión de Pablo (en una única ocasión en 1Ts,5, 23), el hombre creyente está dotado de soma, psiche y pneuma. Además de la “psyjé”, que se refiere al principio vital y en hebreo corresponde a “nefes”, Pablo habla también de espíritu (“pneuma” en griego, “ruaj” en hebreo) para designar la parte más profunda y elevada del hombre. Se trata de una antropología todavía poco ordenada y consistente, porque a veces la misma palabra psiche se traduce indistintamente por vida, alma o persona. Posteriormente la reflexión filosófica cristiana, fuertemente influida por el platonismo y por el neoplatonismo, hará de esta primitiva consideración un elemento decisivo en su concepción del hombre, desarrollando una acentuada espiritualización y personalización del alma.

Hoy en día, la antropología filosófica de inspiración cristiana nos prestaría el término de “yo-profundo”, para referirse a la dimensión espiritual del hombre en contraste con el “yo-empírico”, característico de David Hume y de Stuart Mill, quienes redujeron el alma al aspecto meramente psicológico.

La psicología junghiana y la psicología transpersonal volverán a recuperar la dimensión espiritual del hombre proponiendo en su lugar el concepto de “Self” en contraposición con el de psiche.

Así, pues, en continuidad con la mejor tradición judaico-cristiana, Viktor Frankl alude a la misma realidad en términos de esfera de la existencia en oposición a la esfera de la facticidad.

Precisamente, la formula frankliana del “inconsciente espiritual”, sede de la vida moral, de la conciencia, del amor, de las determinaciones trascendentes de la vida, hace del hombre, por su propia condición tridimensional, un “onto-lógico”, es decir, un “ontos”, un ser, que demanda el “logos”, el sentido.

Esta visión es correcta. No todo lo que existe es “onto”-“lógico”, sino sólo una parte. Sólo un parte de la realidad es auto-inteligible. El ser del hombre es “onto”-“lógico”, a diferencia del animal que es meramente oscuro para sí mismo, diríamos “surdulogico”, sordo al sentido. De aquí que para Frankl la demanda de sentido constituye el verdadero confín antropológico del hombre. En efecto, esta misma demanda testimonia y deja al descubierto el carácter decisional del hombre y por lo tanto, su profunda y real dimensión espiritual-personal.

Ahora bien, al afirmar la necesidad de sentido en el hombre como realidad apremiante que se impone a lo largo de toda su existencia, Frankl ha evidenciado y superado lo que en otras ocasiones hemos llamado la insuficiencia antropológica de la psicología moderna . De aquí deriva el merito de la Logoterapia.

Sin embargo, al tratar el asunto de la necesidad de sentido se debería considerar de manera complementaría otra necesidad profunda del hombre: la necesidad de orientación. Y sobre esto quisiera versar mi reflexión.

En primer lugar, para abrirnos paso hacia nuestro tema, hay que salir del aparente juego de palabras que, como en el presente caso, se genera en el lenguaje corriente: las palabras “orientación” y “sentido” no son sinónimos.

En segundo lugar, veremos de qué manera se relaciona el término orientación con el terreno de la psicoterapia. Según Frankl, “cada época tiene sus neurosis y cada tiempo necesita su psicoterapia”. Ya sabemos, gracias a la Logoterapia, qué tipo de neurosis origina la falta de sentido y cómo tratar esta patología. Pero la época actual se caracteriza además por lo que pudiéramos llamar pérdida de orientación. Nos toca, entonces, ver de qué manera afecta a la salud mental la falta de orientación. ¿En qué consiste propiamente la neurosis de pérdida de orientación?

Y, por último, trataremos de acortar la distancia entre las neurosis que surgen por falta de orientación y por falta de sentido, sugiriendo a este propósito, un trabajo de conjunto entre la Logoterapia y la Terapia de la imperfección, que es la propuesta terapéutica que se asume la tarea de reorientar al individuo que se extravía de su propia realidad en la búsqueda de la perfección.

Pasemos al primer punto. Dijimos que los términos orientación y sentido, etimológicamente hablando, no son sinónimos. Orientación y sentido, en efecto, aluden a aspectos diversos. No es lo mismo tomar una orientación que darse un sentido. El origen etimológico de ambos términos nos permite aclarar la diferencia.

Orientarse deriva del latín “oriens”, oriente, el punto cardinal por donde se levanta y sale el sol. Para orientarse se requieren dos acciones: hay que determinar el “este” y decidirse por ese rumbo. Determinar y decidir son acciones requeridas para la orientación.

En cambio, la palabra sentido deriva de “sentire” y es una acción de percibir no sólo por los sentidos corporales (como oír), sino a nivel del sentimiento. La palabra sentido requiere pues la acción de percatarse, alcanzar o descubrir algo. Percibir incluso es intuir algo. Con razón Frankl, en correspondencia con la etimología del término, hipotizará la existencia de una voluntad de sentido, una “petitio” o demanda de inteligencia o de comprensión de algo.

Carecer de sentido equivale a descubrirse privo de valor. La sensación de que la propia vida no vale nada genera, finalmente, la impresión de frustración, de conducir una existencia enteramente fútil, efímera, accidental. Frankl ha descrito ampliamente los síntomas del vacío existencial en términos de una falta de “sabor” por la vida, de un “tedium vitae”. A la vida, efectivamente, le falta un propósito, una meta, una misión, una intención. Un nexo con las circunstancias. La “desconexión” de mi mundo interior de las circunstancias que me afectan provoca una pérdida de sentido. No hay por quien o por qué vivir. La vida, en pocas palabras, por falta de valores (productivos, relacionales, actitudinales), carece de importancia. En este caso, la falta de valores (verdadero contenido de la existencia humana), debilita la sensación de estar viviendo. La vida se asume y se experimenta sin ninguna referencia vital, algo que la haga digna de ser vivida. Se trata, dirá Frankl, de una impresión de insignificancia.

Pero, ¿qué hace que el hombre sea “onto-lógico”? ¿Qué hace que el ser del hombre requiera un sentido? ¿De donde surge esta demanda?

La necesidad de encontrar un sentido deriva, en última instancia, de su condición limitada: el hombre necesita aclarar, desenredar lo que acontece y tiene resonancia en su vida personal. Sin embargo, la necesidad de sentido no está fundamentada directamente en la misma condición limitada de la naturaleza humana.

Efectivamente, hay una razón más inmediata, por así decir, para explicar la necesidad de sentido. El hombre experimenta la necesidad de sentido porque es consciente de su necesidad de encontrar un nexo, en alguna medida consistente, un enlace coherente, entre su vida y sus circunstancias. Estas, las circunstancias, deben estar vinculadas de manera pertinente, congruente, con su vida. Si así no sucede la existencia del hombre se trastorna. Es como decir que las incidencias, los acontecimientos, pueden terminar en desgracias.

El sentido genera una forma de conocimiento interno que ofrece una cierta cohesión. El sentido es, pues, una especie de conexión vital entre el hombre y sus hechos, ya deriven estos del azar, de la fatalidad o sean consecuencias de sus propias decisiones. El sentido es el “soplete” que ensambla los hechos con mi vida.

Sin embargo, al encontrar su propio límite el hombre primero se experimenta como indigente y sólo en segundo lugar como necesitado de sentido. De modo inmediato el hombre se descubre indigente, es decir, carente, privado, necesitado de ser, dotado de un ser restringido, limitado. En cambio, el sentido de su vida es un movimiento posterior, viene después. Con la indigencia, entendido como conciencia de su ser precario, comienza el hombre, lo propiamente antropológico, con el sentido se desarrolla y culmina su existencia.

Mientras la indigencia es súplica de ser, el sentido es solicitud de entendimiento de las circunstancias. Ahí donde el sentido es pretensión de “descifrar” los eventos que nos ocurren, la indigencia es aspiración de “ubicación”: ¿cómo colocarme ante ella, ante mi propia indigencia?

El límite sumerge al hombre en la indigencia, en la conciencia de ser precario, decíamos, de estar privado de ser suficiente. El hombre mendiga existir, como el pordiosero mendiga su sustento material. Con la conciencia de su finitud se propone la primera manifestación antropológica, la prueba incuestionable de que eso que estamos considerando es un hombre y no un animal.

Obviamente la necesidad de encontrar un sentido deriva también de su condición limitada. Pero es una necesidad que viene en un segundo momento. En el primer momento el hombre tropieza con su indigencia, con su condición limitada, y con el asunto de qué hacer de ella y cómo colocarse ante ella. La indigencia es el primer asunto pendiente. El sentido es el segundo.

De aquí pues que en el hombre surge no sólo la necesidad de sentido, como justamente sostiene la Logoterapia, sino una necesidad aún más primaria y profunda al sentido mismo, que pudiéramos formularla en la siguiente pregunta: ¿qué actitud puedo asumir ante mi propia indigencia, cómo puedo situarme? En otras palabras, ¿cómo puedo orientarme ante el descubrimiento de mi ser finito? La cuestión de la indigencia sugiere algo fundamental y a priori a la cuestión del sentido. La necesidad de sentido postula la orientación .

El sentido por sí mismo no puede suplir la función de orientar o ubicar. No es esta su función. El sentido presupone la dirección y la ubicación del individuo ante su propia indigencia. Sin orientación o dirección, el sentido se quiebra y no puede desplegarse. Sin orientación el sentido del “ontos” está expuesto. Pues el hombre no es sólo un existente, como el animal, sino una “existencia”, cuya modalidad específica de ser es ser “consciente de sus necesidades”, vale decir, indigente.

La orientación o dirección atañe al hombre de manera exclusiva debido a su modo específico de ser, mientras el sentido incumbe al hombre por el modo como despliega o realiza su existencia.

Así, pues, la existencia necesita mantenerse orientada para no resbalar en el vértigo de la falta de sentido, situación que Frankl describe como caída en el “vacuum”, en el vacio existencial, en la falta de contenido. Pero, ¿qué otra cosa puede ser, en definitiva, este vacío existencial sino, además de una falta de sentido, algo más profundo: una desorientación del ser con respecto a su propia realidad limitada? ¿Un rechazo de la propia condición limitada? Pues el vacío acucia al ser en su mismo meollo antropológico, ahí donde el hombre esta llamado a ser o a llegar a ser lo que ya es, un ser finito y por lo tanto, a abrazar su misma indigencia.

La orientación se cumple en referencia al límite, el sentido se lleva a cabo en relación a los valores. Es como decir que el hombre, en cuanto ser indigente, necesita referirse a su propia indigencia para no desorientarse de sí mismo. Pero una vez que logra orientarse, su tarea se cumple privilegiando los valores. De hecho sólo se puede hablar de auténtica tensión al sentido a partir de la aceptación de la propia indigencia.

El verdadero dilema lo plantea entonces la orientación. Si se pierde la orientación, no se alcanza el sentido, pues el sentido “permite apreciar una dirección desde un determinado punto a otro” . La desconexión de mi realidad falible, precaria e incierta, me lleva a la pérdida del sentido de ser. Me aleja de mi propia indigencia, me desconecta o separa de mis fundamentos.

Pero bien, si la distinción que hemos manejado hasta ahora entre orientación y sentido crea dificultades de entendimiento, podemos simplificar las cosas y decir que ambos términos, en definitiva, tienen la función de significar, pero a diversos niveles.

La orientación es el “sentido para el ser”, o “sentido del ser”, como diría Gabriel Marcel, mientras el sentido de que habla la Logoterapia se refiere a la significación de la vida. Aunque ambos términos puedan aceptarse como sinónimos de significado, en realidad no deben confundirse.

Pudiéramos visualizar el binomio “orientación-sentido” en términos de “camino-meta”: así como conservar la orientación permite al hombre alcanzar la meta, la falta de orientación arriesga la meta, el sentido.

Algunos ejemplos pueden ilustrar la relación entre orientación y sentido y facilitar su comprensión. Un ejemplo: los rieles del tren nos dicen en qué orientación o dirección puede marchar el tren, que trayectoria o rumbo puede tomar, hacia que lado o sentido de la vía puede desplazarse, sin embargo los rieles, en sí mismo, no son suficientes para concluir la tendencia o el curso que de hecho lleva el tren. Como observa Arthur Bloch “nunca se podrá afirmar hacía qué lado partió el tren con sólo observar la vía”.

Otro ejemplo: un navegante que se encuentre en medio del Pacífico buscando la bahía de Acapulco, aunque disponga de todos los instrumentos para alcanzar su meta, la ruta de su navegación, necesita primero ubicarse, orientarse, para luego darle un sentido a su embarcación.

La realidad genera la siguiente paradoja: nada puede colmar la indigencia del hombre. Tal es la paradoja de su existencia. Esta es la dimensión de la indigencia. El hombre carga con esta experiencia: es una obra permanentemente abierta, inconcluida, irrealizable. Sin embargo se puede vislumbrar una “salida” a este asunto: la única medida que puede colmar la indigencia del hombre es, paradójicamente, la aceptación de su impotencia. De esta manera la paradoja nos devuelve a la realidad y nos permite abrazarla.

Alcanzar la propia indigencia se vuelve entonces la orientación o dirección válida para el hombre. De esta orientación depende su devenir humano y del extravío con respecto a la propia indigencia deriva su deshumanización.

Finalmente, pasando al terreno de la psicología clínica sostenemos que no es lo mismo orientarse en la vida que buscar el sentido de la vida. A su vez, la crisis surgida por falta de orientación no coincide con la crisis surgida por falta de sentido. Aunque ambas crisis provocan daños y en ambas la persona encuentra dificultades para vivir de manera sana, sin embargo, los trastornos de la “sensación de insignificancia” de que habla May no coinciden con la “sensación de no encontrarse a sí mismo”, de que habla la Terapia de la imperfección.

“Miedo Negro” es la expresión metafórica usada por una paciente para aludir el temor a su propio ser defectuoso, generador de errores, fracasos e imperfecciones. Quería tomar decisiones, pero se sentía frenada por el temor a fallar: “Quiero arriesgarme, pero no puedo, me siento bloqueada”. Además, “Miedo Blanco” era la expresión empleada por la misma paciente para indicar otro asunto: su sensación de estar viviendo sin importancia. Quería darse, salir de su soledad, abrirse, expandirse en relaciones amistosas, enamorarse de alguien, sentirse palpitar por algo, pero se sentía glacial por dentro, e incapaz de dedicarse a una causa. La misma persona reunía dos asuntos: falta de orientación y falta de sentido. Por una parte, auto-rechazo de su ser limitado, y por otra, temor a cargarse de responsabilidades y a tomar decisiones significativas.

Consecuencia del “miedo negro” era el temor a aceptar su ser humano, su insuficiencia insuperable. Era su temor a atreverse-a-atreverse, pues el resultado había sido siempre la falta, el error. El “miedo blanco” era su sensación de estar vacía de intentos, de determinación, de propósitos, de importancia, de sentido, en otras palabras.

Sin embargo, ambos miedos, psicológicamente hablando, no tenían connotación de vacío, sino de “lleno”.

El “miedo negro” resultaba de su afán perfeccionista, mientras el “miedo blanco” resultaba de la falta de valores determinantes en su vida. En lugar de auténticos valores la paciente privilegiaba lo que Fromm definía como “modalidad del tener”: pseudos valores como el puro consumo de cosas y actividades en mera función del placer material. Su vida carecía de una tensión hacia algo vital. Pero, un propósito y una meta sólo puede surgir en un individuo orientado.

La Terapia de la imperfección se presenta a sí misma como correctiva de la patología del perfeccionismo (desde su fase inicial, la búsqueda de la perfección, hasta su etapa terminal, el perfeccionismo mismo) y define este cuadro patológico como neurosis (de pérdida) del sentido de orientación.

En efecto, el perfeccionismo da origen a una verdadera desorientación del individuo. En vez de encauzarlo hacia su indigencia, lo enfrenta con ella, en una batalla interior que no conoce tregua. Diremos, por tanto, que el contenido de la neurosis del perfeccionismo es el auto-rechazo (como la falta de valores es el “contenido” del vacío existencial).

Frankl tuvo el acierto de cuestionar la comprensión tradicional de la salud mental focalizando la problemática del sentido de la vida. Pero de esta manera, sí para la Logoterapia un aspecto de la salud mental consiste en el hecho de realizar valores, dar un sentido a la vida, para la Terapia de la imperfección el principio de la salud mental y espiritual arranca con la auto-aceptación, en los términos que hemos explicado.

En terapia, entonces, la salud mental requiere orientación (aceptación de la propia indigencia) y sentido (referencia y realización de valores). La salud arranca con la observancia, respeto y aceptación de los límites insuperables de la existencia humana: “la condición de la salud reside en el respeto de los propios límites”.

Urge, por consiguiente, considerar el uso de ambas estrategias en el esfuerzo de devolver al hombre no sólo la capacidad de encontrar un sentido, sino la capacidad de arreglárselas con la inevitable defectuosidad de la vida, con lo que hay de negativo, inexplicable, absurdo, inexorable e ineludible en la existencia humana, cuyas consecuencias no sólo comprometen el sentido, sino que desorienta, desubica, hacen perder la dirección con respecto a la propia indigencia, conduciendo al auto-rechazo.

Cuando un paciente es afectado por una realidad dolorosa de la vida, por la pérdida de un ser querido, por el anuncio de una enfermedad grave, o cuando se enfrenta a una situación fuera de serie o experimenta una “situación límite”, como define Jaspers, una situación que sobrepasa las respuestas comunes, una vivencia que rompe el ritmo y el curso de la vida de cada día, lo primero que puede ocurrir es una “desorientación”: el paciente puede extraviarse, y de hecho se extravía, no sólo con respecto al sentido de esa determinada circunstancia dramática o evento doloroso, sino que prácticamente se “descarrila” de su propia realidad limitada, a través de la expresión de un forma de rechazo de su condición humana.

En tales ocasiones se experimentan elementos cognitivos y emocionales que no se habían vivido ni representado nunca antes. La razón y la emoción quedan en un estado de bloqueo ante la crisis: aunque las funciones biológicas continúan, el individuo no va “adelante”. Se enoja con la vida y rechaza la propia existencia. Lo que se ha quebrado en esos momentos es la propia relación con lo que se es (lo que es real en uno mismo), pues la orientación es referencia a la propia indigencia. Pero al perder la orientación se compromete igualmente el sentido: “¿quiero saber por qué me sucede esto.

Sin embargo, cuando el sentido se oculta, conservar la orientación sirve de tabla de salvación. De aquí la necesidad de sustentar y permanecer en la dirección de la propia indigencia. Es el momento para determinar y decidir por donde sale el sol en ese momento: la dirección sólo puede provenir de la aceptación de nuestra indigencia. Incluso, en esa ocasión, se debe mitigar la demanda racional de sentido: “¿Por qué a mí?”. Pensar en esas situaciones extremas sólo en términos de sentido puede resultar excluyente, pues la vida no sólo ofrece la posibilidad de encontrar un sentido, sino que brinda experiencias absurdas que no podemos depurar ni eliminar.

No se puede ver la vida como susceptible de sentido a la fuerza. Hay situaciones que no se ajustan a ningún sentido: leímos en los periódicos el caso de un individuo que, como todas las mañanas, sacó su coche del garage para ir al trabajo, echó marcha para atrás, sintió que la rueda derecha posterior pasaba por encima de un obstáculo. Se detuvo, bajó del coche y sólo entonces descubrió que ese bulto era su único niñito de dos años que andaba gateando por el jardín, en un momento en que se había escapado a la mirada de la mamá. Recíprocas acusaciones, rechazo, separación. Tragedia sobre la tragedia.

En casos absurdos, como el señalado, la búsqueda de sentido se puede volver obsesiva, compulsiva e interminable. En este caso lo que ha entrado en colisión no es el sentido de la vida, sino algo más radical como la propia orientación por la vida. Se expone el punto cardinal de la orientación: la propia indigencia.

La inevitable pregunta, “¿por qué a mí?”, “por qué yo” conduce de inmediato a un callejón sin salida que obstaculiza la auto-aceptación. El absurdo de ciertas situaciones no permite ningún traspaso hacia el sentido. Hay momentos en que el sentido de la vida no existe. En esas coyunturas, la orientación es el verdadero nudo de la cuestión.

El absurdo no debe ser discutido, sino acogido desde el comienzo. La acogida del absurdo es el único medio de hacer la vida otra vez vivible. “¿Y por qué no a mí?”, “y por que no yo”, es la única carta que nos queda para continuar en el juego.

De aquí la propuesta de unir los esfuerzos de dos enfoques que con respecto a la problemática del significado, se sitúan en el plano más profundo de la vida, el existencial (Logoterapia) y el ontológico (Terapia de la imperfección): la necesidad de orientación y la voluntad de sentido. En algunas ocasiones no habrá necesidad de encontrar un sentido, sino de determinarnos y de decidirnos a permanecer en la dirección adecuada: la fidelidad a la fragilidad de la existencia, la fidelidad a nosotros mismos. Al límite en que me toca ser mientras estoy siendo. O fidelidad a imperativo ético de tener que ser lo que ya soy.

Esta última actitud, la de no debatirme en singulares circunstancias con el sentido de la vida porque la defectuosidad constituye el único carril de la realidad, me vuelve flexible ante esos aspectos de la realidad que no se pueden suprimir.

Ahora bien, ¿por que hablamos de perfeccionismo? ¿Qué tienen que ver las “experiencias límites” de que hablaba Jaspers con el asunto del perfeccionismo? Cuando consideramos como inadecuada e inadmisible una circunstancia de la vida y procedemos al rechazo o al auto-rechazo, en ese mismo momento estamos manejando una perspectiva perfeccionista.

Nos manejamos desde una “perspectiva-en-contra”, reactiva, que impide que se cumpla la aceptación de la vida tal cual es. El perfeccionismo genera análisis y juicios de rechazo. Pretende que la vida sea “adecuada”, “correcta”, lógica.

Si la actitud de un individuo en su relación consigo mismo es de rechazo, diremos que estamos en presencia de una perspectiva cuyo sesgo o cariz es la pretensión de la no-defectuosidad. En otras palabras, este individuo choca contra su propia realidad cada vez que se percata defectuoso. Pareciera entonces percibirse a sí mismo desde un punto de vista donde no hay cabida para la defección, desde una perspectiva que hemos denominado de la indefectibilidad

El perfeccionismo alimenta la creencia circular de la indefectibilidad de la vida. Pretende encerrar la vida dentro del cerco de la armonía. Alimenta una lógica de negación del fracaso, de la frustración, de la falla. Lógica que acarrea el rechazo de lo que no afirma dicha lógica.

El perfeccionista, y en general quien busca la perfección, manifiesta el siguiente cuadro: se siente inadecuado y por lo mismo busca “arreglarse”.

La “zanahoria” que inducirá al desplazamiento hacia un modo de ser del tipo “mejor, imposible” será la pretensión de un estilo de vida intachable, sin fallas. Pero esta búsqueda lo pondrá siempre en el punto de partida: en la situación de percibirse siempre inadecuado. Su mirada estará atenta a la omnipresencia del error.

El perfeccionismo lleva la persona a percibir la defectuosidad de la vida como “anormal” y a pretender que no suceda nada de “anormal”. Su perspectiva lo arma de una visión que lo deja indefenso frente a la incorregible anomalía de la vida. La pretensión de que no suceda nada anormal (el engaño, la estafa, el adulterio, los cambios, la inseguridad, la grosería, la insensatez, etc.) lo lleva a exclamaciones de estupor del tipo “no puede ser”, “es increíble”, cuando en realidad todo lo que sucede es lo más creíble, pues el escenario propio de la existencia humana es la indigencia. La naturaleza y la existencia misma del hombre atestiguan el triunfo de la imperfección sobre la perfección.

El perfeccionismo mira a la supresión del límite y de la defectuosidad de la vida. En esto consiste pues la peligrosidad de la búsqueda de la perfección: en que tan sólo conduce el hombre al auto-rechazo. Incluso, la búsqueda de sentido, si incurre en la pretensión del “sin fin” del sentido, abre las puertas a la desorientación. La vida no es susceptible de sentido a la fuerza.

Pero ahí donde la mente no puede ver el sentido, como en el caso del libro de Job, el justo que sufre, se puede obtener una inesperada ayuda para la salud espiritual del individuo, refiriendo la propia existencia a la tutela y apoyo y sostén de nuestra ininterrumpida indigencia.

El bello poema de Job se vuelve historia en la existencia diaria de numerosas vidas: en la madre que pierde su hijo a punto de coronar sus estudios profesionales porque un sábado de juerga el amigo con quien viaja busca la emoción de la velocidad; Job vuelve a revivir en los padres que después de 12 años de intentos de embarazo tienen un niño con síndrome down. Y en todos los casos en que un mal profundo hace consciente al hombre de su extrema e insuprimible impotencia. Pero observemos que aun en los momentos en que no encuentra el sentido y vocifera su escándalo ante lo inaudito del mal, Job, no pudiendo encontrar el significado de sus desgracias, conserva, a pesar de toda esperanza, la orientación ante los vaivenes del destino. Job, aun cuando no encuentra sosiego, lucha para permanecer ancorado en su misma orientación.

Si hay aceptación, hay orientación aunque aun no se tenga claro el sentido o se viva presionado por el no-sentido de una circunstancia. La orientación lo preserva de la desesperación.

Sabemos cómo trabaja la Logoterapia, a través de qué medios y aportes brinda su ayuda a pacientes que viven una crisis de significación de sus vidas. Nos preguntamos ahora cómo se aplica la Terapia de la imperfección a su tarea de reorientar el individuo a su indigencia.

La hipótesis que maneja la Terapia de la imperfección nos lleva a considerar que todas las operaciones que ocurren en el interior del sistema mental están configuradas por una “su”posición o perspectiva, anterior y diferente de la naturaleza de la percepción, la cual de alguna manera regula, gradúa, encanala o encauza lo que a continuación el individuo percibe, y por consiguiente, piensa, evalúa, siente, decide y termina convirtiendo en actitud ante sí mismo y frente al mundo. La perspectiva opera en el seno mismo de la percepción. De aquí, entonces, que la Terapia de la imperfección se proponga trabajar a ese nivel profundo de la persona, el de la perspectiva.

Un cambio de perspectiva es más profundo y creativo que un cambio de percepción, pues la perspectiva alcanza los patrones mismos de la percepción. La perspectiva “estructura” o configura la manera de percibir de la percepción .

En nuestra cultura occidental muchas personas, incluso sin percatarse, están dominadas por el ideal de la perfección, son “perfeccionistas anónimos”. La perfección logra convertirse en sus sistemas mentales en una perspectiva sobresaliente que “reorganiza” y consecuentemente distorsiona la percepción de la realidad.

Así, ante una situación límite, ante una realidad absurda de la vida, el individuo tiende a accionarse desde una perspectiva de la indefectibilidad. Y aquí se abre una fase de pérdida de sentido (insignificación) desorientación (desvalorización).

En esos casos se pretende que exista una forma correcta, adecuada, inteligible, inequívoca, de los acontecimientos, como si las cosas tienen que salir necesariamente bien, de forma justificable y explicable. Se demanda obstinadamente que exista una solución: no se quiere aceptar la adversidad porque ésta no responde a las propias expectativas sobre el modo como deberían haber ido las cosas. No sólo se rechaza la situación como tal, sino que se incurre en el auto-rechazo. En consecuencia, el individuo se “desarraiga” de sí mismo, de su condición limitada.

La Terapia de la imperfección lleva a cabo su función de reorientación a través de la “inclusión del límite” y de la “conciencia del límite”. Se trata de un modo de proceder paradójico. Cuando el individuo se afirma tercamente a sí mismo que algo no debe ser así, porque según su lógica es incorrecto, la Terapia de la imperfección trata de provocar un cambio de perspectiva y afincar el sujeto en la perspectiva de la defectibilidad, pues, como sugiere un poeta español: “Este mundo tal como es, es todo tu patrimonio” (J. L. Goytisolo).

Subrayemos, entonces, y este era el propósito de mi reflexión, que la necesidad de orientación como la voluntad de sentido están profundamente radicadas en el corazón del hombre y que la época contemporánea se caracteriza por el trastorno de ambas. El terapeuta no puede dejar de topar y de enfrentar ambos tipos de neurosis: la dificultad para aceptarse y la dificultad para dar un valor a la vida. El hombre no sólo puede atrofiar la necesidad de sentido, y terminar, según expresión de Gabriel Marcel, “jubilado de la vida”. Dado, que el hombre no deja de fallar, hay otro peligro que lo amenaza constantemente: descarrilarse de su ser indigente. Este alejamiento rebota a su vez en una pérdida de significación de la propia existencia. A este punto, dejando de afirmar el “sentido del ser”, su indigencia, “el sentido de los sentidos”, para usar una expresión de Lévinas, el hombre deja de afirmar el sentido de su existencia.

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3 comentarios

  1. Primero confirmo lo que confirme cuando tome enla maestria una materia optativa de Antropologia Filosofica: Mi escasa predisposicion a la filosofia pero por otro lado confirmo mi conviccion de que aunque haya situacionesdonde nohay mas sentido que el absurdo y el sin sentido lo importante es no perder devista el sentido de la conviccion; acabo de terminar una relacion y pese al apego se que era lo mejor para mi; confirmo que no reconocer mi imperfecccion en el sentido de autorechazarme de mas era rechazar lo finito e imperfecto de mi condicion; simplemente ya asumi lo que me correspondia como responsabilidad mia en la ruptura pero estancarme en la autorrecriminacion es renunciar ami esenciafinita pero sobre todo renunciar a mi sentido de orientacion que es lo que tengo aunque ya reafirmo el sentido de la separacion y veo que era el motor para tener seguridad aun enmedio del apego afectivo que se llego a formar

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